Amy Winehouse, retrato de una dama volátil
crítica a Amy (Asif Kapadia, 2015).
Algunos finales son tan coherentes que a la hora de examinarlos nadie se explica cómo ocurrieron. Llegan de improviso, pregonados eso sí durante meses —incluso años— en tabloides de dudosa catadura moral. Nadie esperaba que lo inevitable fuera así, tan sórdido, un déjà vu en donde la futura víctima es en realidad un muerto ya resucitado, o sea un zombi que vaga por este mundo con su pena rondándole. Como esos hipocondríacos que no viven por miedo a vivirlo todo, intensamente, y terminar muriendo sin zapatos ni extremaunción. No conviene jugársela con funambulismos imposibles; a veces la meta se esconde tras una nebulosa de heroína y cocaína y barbitúricos y alcohol, cuyo fin suele ser una portada bien cuca en The Sun o en Daily Mirror. De ahí la sorpresa: no hay palabras ni píxeles suficientes para describir la catástrofe; sólo presagios (o tal vez risas en prime time a costa de tal o cual famoso que encuentra su depresión en nuestro momentáneo éxtasis televisivo) que se acaban cumpliendo de una forma u otra, casi siempre trágica. Un caso extrapolable al modelo de "artista meteórico" que representa Amy Winehouse, quien el 23 de julio de 2011 fichó por el club de los 27 —integrado por Jimi Hendrix, Brian Jones, Jim Morrison, Janis Joplin y Kurt Cobain— no tanto a causa de un suicidio en diferido sino por un fallo cardíaco que echó por tierra su juventud y su talento ya visto (y oído) en dos álbumes como Frank y Back to Black. Este primero una sugerente aproximación a voces jazzísticas —estilo Billie Holliday, Sara Vaughan o Nina Simone— que trascienden el propio jazz y hasta la música como arte, adquiriendo el estatus de figuras mitológicas; y este último crónica desnuda de su tempestuoso noviazgo con Blake Fielder-Civil, un asiduo de la noche londinense en busca de chicas fáciles que costearan su halagüeño, pero cazurro, tren de vida. Jaco incluido. Así conoció a Amy, que no esperó siquiera a la segunda cita para declararle su amor incondicional ("Si estoy con un hombre, le haré sentir como un rey (...) Si alguien se porta horriblemente mal conmigo, tú serás quien vaya a su casa con un bate de béisbol"), sin concesiones, en tanto le rizaba algunos pelos churretosos que aparecían por debajo de su sombrero gris.
La intrahistoria, sin embargo, no define a Amy como marioneta, desvalida y frágil, controlada por su hombre sin más argumento que la ingenuidad misma inherente a ciertos tópicos de índole sexual: su voz pastosa, su genio autodestructivo, su flow indecible, sus fortalezas y sus debilidades se forjaron mucho tiempo atrás, en aquel oscuro rincón donde habitan los monstruos. Así, ni Fielder-Civil se dedicó a vampirizarla con premeditación y alevosía, ni Amy a dejarse llevar hasta el acantilado sin oponer resistencia o hacerse algunas preguntas incómodas, e inútiles también. Las mismas que ustedes y yo nos hacemos a diario, y cuyas respuestas sólo unos privilegiados logran no ya descifrar sino intuir tras el bosque en silencio. Con la escopeta junto a la mecedora. Ojo avizor. Sin duda la cantante británica intuía, antes incluso del éxito que le depararon singles como Rehab, You Know I'm No Good, Love Is a Losing Game o Back to black, que la fama también puede carbonizar a los más duros de mollera, y que su carácter y su sensibilidad para con la música (no mostraba querencia por los arreglos de post-producción) jamás aceptarían las tramposas veleidades de una industria que acaricia con hierro candente a sus productos.
«Kapadia erige, con algún que otro desliz formal, un minucioso tributo sin vítores ni giros sensacionalistas. Muestra el deterioro paulatino de una joven yonqui visiblemente dotada para escribir soul-pop-reggae-jazz mientras describe sus tormentas amorosas».
Amy ya era una adicta a las drogas mucho antes de conocer a Fielder-Civil; si alguien estuvo allí para pulirle cheques a su hija, ése fue Mitch Winehouse. Y antes que nadie, claro. Era su papá. Ella no iba a ningún sitio sin Mitch, al que concedía enormes privilegios y a menudo un control sobre sí misma bastante abusivo. En una secuencia del documental aquí desgajado, poco antes de su muerte, Amy viaja a una pequeña isla con la intención de alejarse por un tiempo del ruido mediático y del acoso de los paparazzi, aunque su bienintencionado progenitor decide invitar a un equipo de cámaras. Ella, un hueso moribundo, le dice que debería habérselo consultado antes de tomar cualquier decisión al respecto. Él parece asentir, y a continuación cambia de tema. Le regaña por responder mal a dos fans que se han acercado a pedirle una fotografía. Ante todo educación, barrunta ese tipo que maneja su negocio a lo Papá Pitufo: advirtiendo del peligro sin mover un sólo dedo. Importaba más solventar algunos conciertos programados, según la película de Asif Kapadia, que Amy ingresara por segunda o tercera vez en una clínica de desintoxicación. Y no ha sentado bien a los Winehouse el montaje final del filme, que construye —como hicieran las conversaciones telefónicas del extraordinario documental Ali, sobre la figura del legendario boxeador Cassius Clay— un puzle a partir de innumerables piezas de audio con entrevistas que hacen colchón a imágenes domésticas y algunos conciertos ya editados en deuvedé.
Vemos a Amy cantándole Happy Birthday a una amiga de infancia. Contaba sólo catorce años. Y así lo narraba, pero no textualmente, Diego A. Manrique en El País: primero tuvimos una humilde chica judía "incubada" por la BRIT School, y después una solista en manos de —entre otras— la empresa de management de Simon Fuller (coartífice del surgimiento de las Spice Girls), que modificó su sonido junto con el productor y dj Mark Ronson, y quién sabe si también su estética —vestidos ceñidos, tacón de aguja, moño alto, pestañas postizas y cantidades generosas de eyeliner negro—, emparentándola con The Ronettes. Conviene decir, casi a pie de página, que la de Amy Winehouse no es una historia especialmente violenta; o sí, en cuanto crónica de una muerte por todos anunciada y por nadie prevista. Un final tristísimo, renqueante, de perro vagabundo que intenta sin fortuna levantarse para correr el último esprint aun con el viento en contra. Kapadia erige, con algún que otro desliz formal, un minucioso tributo sin vítores ni giros sensacionalistas. Muestra el deterioro paulatino de una joven yonqui visiblemente dotada para escribir soul-pop-reggae-jazz mientras describe sus tormentas amorosas. Y todo, desde abajo. Es decir, desde las tripas. Con autenticidad y sentimiento, elegancia y un punto de salvaje ordinariez. Tomen nota. Kapadia ya había documentado de manera ejemplar la vida de otro meteoro: Ayrton Senna. Quien tras ganar su primer gran premio, dijo: "Sentí la presencia de Dios". Y cómo rebatirle, si obviamente hay finales tan injustos, tan poéticos, que no deberían llegar nunca, pues nos recuerdan que nuestros ídolos viven con la tara acechando en una recta torcida. | ★★★★ |
Juan José Ontiveros
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
Reino Unido, 2015. Director: Asif Kapadia. Música: Antonio Pinto. Productores: Paul Bell, James Gay-Rees, George Pank. Editor: Chris King. Personalidades: Amy Winehouse, Yasiin Bey (Mos Def), Mark Ronson, Pete Doherty, Mitch Winehouse, Blake Fielder-Civil, Tony Bennett. Salaam Remi, Janis Winehouse, Tyler James. Productora: Playmaker Films / Universal Music.