Eterna embriaguez
crítica a A esmorga (Ignacio Vilar, 2014)
A estas alturas no parece que pueda aportar nada nuevo otra película más ambientada en la Guerra Civil o en los años inmediatamente posteriores. El que este subgénero haya sido tratado con desconsiderado exceso por nuestro cine ha propiciado que uno de los sucesos principales de nuestra historia reciente, cuyo interés debería ser aún persistente, suscite sin embargo la creciente indiferencia del espectador. En otras palabras, ya no es necesariamente una buena estrategia comercial recrear el contexto de los años 30, 40 o 50 para producir un largometraje, no sólo por los costes de ambientación, sino sobre todo porque dicha época está ya muy vista. Pero precisamente por ello, puede no ser en cambio mala idea recuperar este pasado escondiendo lo que suele ser más visible del mismo, y a la vez descubriendo lo que en mayor medida puede haber ocultado. Hay una serie de elementos, culturales y sociales, en que la represión de la dictadura franquista se manifestó con particular rigor, y entre ellos se hallaban las lenguas de nuestro territorio que no fueran el castellano oficial o la marginalidad de unas personas que huían de los patrones de trabajo y familia. Pues bien, un celebrado ejemplo de subversión en este ámbito, entonces publicada en el exilio, fue la novela de Eduardo Blanco Amor A esmorga. La misma, aparecida concretamente en 1959, retrata la parranda de 24 horas sin frenos de tres amigos en la Galicia profunda, aunque la historia que narra se retrotrae a unos sucesos verídicos supuestamente acontecidos un siglo antes.
La conexión con las privaciones y la desesperación de la posguerra es con todo manifiesta, y en cualquier caso la adaptación que ha realizado el director Ignacio Vilar, con su coguionista Carlos Asorey, la sitúa en tal contexto. Pero por volver al argumento que podía justificar esta nueva incursión, resulta que aquí las autoridades del régimen apenas si aparecen en pantalla, ni siquiera en la secuencia inicial en que el protagonista, Cibrán o Castizo (Miguel de Lira), le narra a un juez los sucesos que vamos a presenciar. El magistrado queda fuera de campo, y la escena no se repite en el resto del metraje, apuntada sólo por la voz en off del testimonio del citado protagonista, mientras acompaña en sus correrías a los otros dos, Xan o Bocas (Karra Elejalde) y Aladio o Milhomes (Antonio Durán ‘Morris’). Hay sólo otros dos momentos en el drama en que se revela la presencia de los elementos coactivos del sistema: de pasada cuando se ve a uno de los guardias que persiguen a los personajes, y desde un breve subjetivo en que éstos observan a aquellos desde su escondite. Tampoco en el desenlace surgen físicamente tales fuerzas, cuando los crímenes que motivan la investigación ya se han cometido y el castigo es inminente. Y sin embargo la opresión continua que se respira en el ambiente es evidente. Los detalles de comportamiento, vestuario, atmósfera y decorados se dedican exclusiva y concienzudamente a la población que vive penosamente en ese innombrable pueblo de Ourense, y con ello se logra una autenticidad realmente llamativa.
«Asistimos a la experiencia de una parranda con todas sus consecuencias, con una veracidad y una intensidad que rara vez se han podido ver en el cine. Si a ello añadimos el virtuosismo técnico, la excelencia de las interpretaciones, la fuerza de los diálogos y todo el mensaje que discurre tras este relato memorable, estamos sin duda ante una de las mejores películas españolas de los últimos años».
Lo cierto es que los personajes secundarios tienen una importancia residual, pero son instrumentales, en la acepción provechosa del término, para dar mayor significado al descenso al infierno de los tres personajes principales. El que previamente se muestre a Cibrán en su casa, compartiendo momentos de intimidad con su amante, aunque a ésta ya no se la vuelva a ver, nos sirve para tener presente esta imagen durante todo el desamparo que va a seguir. Ello permite introducir un contraste con el mismo por el que deseamos que acabe, para que la pareja vuelva a estar reunida, pero no por tener que sufrir a duras penas dicha tragedia, sino por hacernos realmente partícipes de la desesperanza y la frustración del Castizo. Otro ejemplo en este sentido lo encarna el personaje de Socorrito, por así decir la loca del pueblo, que en este caso aparece en dos escenas distanciadas a modo de planting y payoff, y para motivar aquí la ilusión y a la vez desilusión de otro de los protagonistas, el Bocas. En este marco no está de más destacar que cada personaje está dibujado con trazos nítidos, que le dotan de verdaderos cuerpo y sustancia cuando a menudo esto no se logra ni siquiera con más minutos de metraje, como ocurre igualmente con Pega, el encargado de una destilería; o Nonó, la madame de un burdel. Todos son seres a la deriva, de anhelos insatisfechos y traumas latentes, entremezclados en una sociedad brutal, sucia, malsana e inmoral.
Este mundo lo representan Vilar y su equipo en pantalla con una planificación portentosa, recurriendo a dinámicos planos secuencia cuya riqueza y efecto se aprecian particularmente en una “industria” en que predomina la realización de tintes televisivos. La cámara sigue sin miedo a los tres protagonistas mientras deambulan por las calles y los paisajes del lugar, cuya natural belleza sirve de lírico contrapeso a sus desdichas. También apoya esta contraposición una música ligera, cuyos acordes de piano acentúan la nostalgia y la melancolía que Cibrán expresa cuando habla del “pensamiento” que intenta reprimir. Es mejor no pararse a reflexionar sobre la propia existencia, sino olvidar por medio del alcohol y el sexo, sin temor a unas represalias que no pueden ser mucho peor de lo que ya se está sufriendo. Esta deriva se enfoca, como no podía ser de otro modo, mediante acciones que enseguida se vuelven repetitivas, pero sólo porque se las presenta con una profundidad infrecuente, acostumbrados como estamos a una sucesión de escenas que no se detengan en una vivencia concreta, sino que aporten constantemente nuevos datos y hechos. Aquí asistimos a la experiencia de una parranda con todas sus consecuencias, con una veracidad y una intensidad que rara vez se han podido ver en el cine. Si a ello añadimos el virtuosismo técnico, la excelencia de las interpretaciones, la fuerza de los diálogos y todo el mensaje que discurre tras este relato memorable, estamos sin duda ante una de las mejores películas españolas de los últimos años. | ★★★★ |
Ignacio Navarro
Redacción Madrid
Ficha técnica
España, 2014. Dirección: Ignacio Vilar. Guion: Ignacio Vilar & Carlos Asorey (basado en la novela de Eduardo Blanco Amor). Productora: Vía Láctea Filmes. Fotografía: Diego Romero. Música: Zeltia Montes. Montaje: José M. G. Moyano. Intérpretes: Miguel de Lira, Karra Elejalde, Antonio Durán ‘Morris’, Melania Cruz, Covadonga Berdiñas, Sabela Arán.