¿Quién es Hong Sang-soo?
El universo cinematográfico del cineasta surcoreano.
Avisamos, al lector despistado, de que este texto va a adolecer de una fuerte dispersión que no solo responde al propio carácter de quien escribe estas líneas, sino que conecta directamente con su objeto de análisis, que es el cine de Hong Sang-soo. Si considera usted que pertenece a esa clase de gente que no soporta la imperfección (recordando que la palabra imperfecto no solo se refiere a la no-excelencia, sino también algo inacabado), ni lo azaroso, ni lo desperdigado, quizá el esfuerzo no le merezca la pena. Ni el de leer estas líneas ni el de acercarse a las películas de Hong Sang-soo. Porque hablamos de un cine que, en esencia, es una inmersión sin concesiones en esa condición que tiene la vida humana de fenómeno imperfecto, aleatorio e incoherente. Hablar de Hong Sang-soo, como primera presentación general, supone hablar de una misma película que se repite una y otra vez con pequeñas variaciones (he aquí una palabra clave). Una comedia profundamente humana donde hay triángulos amorosos e infidelidades, personajes ensimismados que resultan pequeños perdedores al margen de una supuesta normalidad social, y alcohol. Muchísimo alcohol. Ante todo ello, este filmogramas divagatorio aspira, pese a tal adjetivo, a un sentido unitario (al igual que el conjunto de la obra del director que nos ocupa). Que no es otro que responder lo mejor que pueda a una sencilla pregunta: ¿quién demonios es Hong Sang-soo? Porque responder a esa pregunta implica responder a la misma pregunta incesante que vertebra su cine. Y que consiste, si se trascienden los tres monosílabos que forman dicho nombre, en responder a la pregunta de quién demonios somos nosotros mismos, hombres y mujeres, y qué pintamos en este mundo.
Prefacio con manzanas
El legado de Cézanne y Ozu.
Saltemos un par de siglos atrás en el tiempo. Para explicar uno de los cambios estilísticos que atravesó durante su trayectoria, el pintor Paul Cézanne afirmó querer “conquistar París con una manzana”. La frase tiene más miga de lo que parece. Porque el artista francés, aunque comenzó a darse a conocer vinculado al Impresionismo, siempre se mostró reticente a abrazar su filosofía. Mientras que los impresionistas de manual buscaban atrapar en el lienzo la fugacidad del instante a través de la captura exacta de la luz, Cézanne elaboraba sus cuadros con los mismos medios pero un fin opuesto. Esto es, a través de exponer el movimiento en el lienzo, captar lo que hay «más allá de ese movimiento»[1], lo que permanece. Sin saberlo, el artista estaba marcando el futuro de la pintura del siglo XX: porque inevitablemente, este camino conduce a renunciar cada vez más a la representación formal. Y lo que queda, en este ir “más allá” de lo fugaz, es la abstracción. Las manzanas de Cézanne vienen a ser un primer paso en este camino hacia una pintura que se daba sentido a sí misma. Hacia una pintura cuyos elementos no necesariamente tenían que tener una correspondencia formal con elementos de la realidad, sino que se bastaba del lenguaje propio del color (el elemento que da su especificidad a la pintura como arte) para crear obras totales.
Empezar el análisis de un director de cine surcoreano hablando de un artista francés del siglo XIX puede parecer una culturetada caprichosa. Pero no. Porque hay en Hong Sang-soo, uno de los grandes nombres del cine de autor asiático, mucho de ese espíritu cézanniano traducido al lenguaje cinematográfico. No hay más que leer esta cita del director: «Cuando estudiaba en Chicago, pude ver los bodegones originales de Cézanne por primera vez. Sentí que con eso bastaba, que no necesitaba nada más para realizar una obra de arte. Y desde ese momento amé cada uno de sus cuadros. Su forma de mezclar elementos abstractos y concretos encaja perfectamente en mi sentido de la estética y la percepción»[2]. Y es que, al igual que el cine de Hong Sang-soo, Cézanne construía sus famosos bodegones mediante la conjugación de unos pocos elementos que, observados desde una perspectiva materialista, eran ínfimos: apenas unas manzanas, un par de jarrones y un mantel. Pero, a la vez, el lenguaje del color expresado por las manos maestras de Cézanne los convertía, al unirlos, en obras cuyo logro estético trascendía con mucho a los anecdótico de los objetos. Porque, detrás de lo aparentemente casual de la disposición de los bodegones cézannianos, hay una meticulosidad que abraza el perfeccionismo enfermizo. Cézanne pasaba meses ante sus modelos reales, moviendo una y otra vez cada uno de los objetos, utilizando cuñas o bases que ocultaba tras ellos, buscando manzana por manzana su lugar exacto en la composición, en pos de la perfecta armonía de formas y colores.
Si uno piensa, en lugar de los conceptos pictóricos de forma y color, en el concepto de tiempo (que, como decía Tarkovski, constituye el elemento más propio del cine, el que le aporta su especificidad dada la capacidad única que tiene como medio para capturar el tiempo y darle un sentido, “esculpir” en él), se puede descubrir en el autor surcoreano un método genuinamente cézannista. Un método del que se erigen películas que se bastan de su propia realidad, capturada y dispuesta en una composición final, para ser una obra completa en sí misma. Al igual que en las manzanas de Cézanne, hay en las imágenes de Sang-soo un empeño por buscar grandes resonancias en elementos aparentemente triviales e inconexos entre sí. Veamos su parte método contado por él mismo: «Empiezo con una situación extremadamente ordinaria, banal. Pero esa situación suele tener en su interior algo que me resuena por dentro de forma muy potente. Es un sentimiento estereotípico, pero muy intenso. Tanto que no puedo evitar mirarlo durante mucho tiempo. Lo pongo sobre la mesa, y lo abro. Lo que aparece son piezas, las piezas que forman mi cine. Puede que no tengan relación entre sí, puede que entren en conflicto unas con otras. Pero intento hallar el patrón que hace que todas esas piezas encajen y formen una sola»[3].
De esta declaración de intenciones sale un posterior (y peculiar) método de trabajo durante el rodaje. Sang-soo es conocido por no utilizar (casi nunca) guiones previos. Parte de esa serie de pequeñas situaciones banales, que se mantienen rondando por su cabeza, y cada mañana antes de rodar se sienta a escribir las escenas que grabarán ese día. Escenas que, además, suele dirigir de manera solo orientativa, ya que permite a sus actores altas dosis de improvisación. Por ejemplo, uno de sus métodos más peculiares, que da lugar a una escena que nunca falta en sus películas, consiste en sentar a los intérpretes ante una mesa repleta de botellas de soju (un licor de arroz muy consumido en Corea, y que el propio director confiesa consumir en abundancia), y ponerles a beber y charlar metiéndose en sus personajes durante horas. En esto algo hay, por cierto, de la forma que tenía Yasujiro Ozu de rodar los rituales de la bebida en torno al sake japonés (en realidad, como tantos otros directores, Sang-soo debe mucho al legado de Ozu, el primer maestro en el arte de filmar la vida cotidiana en piezas de ficción). De estas escenas bañadas en licor, Sang-soo utiliza en el montaje las partes que rezuman más autenticidad. Lo interesante de este planteamiento es que, de alguna manera, las piezas sueltas terminan apuntando a un todo, a un sentido que gravita sobre la película sin terminar de concretarse, a una verdad que se escurre entre los dedos (una verdad que tiene algo que ver con nuestra condición de hombres como seres sociales, y a la que aspiramos a desentrañar unas líneas más adelante). Como las manzanas de Cézanne con las que éste quiso conquistar las galerías de París, Hong Sang-soo y sus situaciones banales han puesto su lanza en nuevos templos del arte (cinematográfico) como Cannes, Berlín o Venecia. Aunque el éxito taquillero no le haya apoyado especialmente, merece la pena detenerse en por qué el surcoreano despierta tantos elogios entre la cinefilia más erudita.
Our Sunhi (2013) |
Monsieur Sang-soo
La influencia de Rohmer y Bazin.
A ello vamos. Llevamos ya una considerable parrafada, y apenas se ha contestado todavía a la pregunta que ya anunciábamos en la introducción de este humilde filmogramas: ¿quién diablos es Hong Sang-soo? La pregunta, ya lo decíamos, es muy probablemente la misma que mueve al propio director a hacer películas. La misma pregunta (¿quién soy yo?) sobre la que giran todos sus personajes, en el fondo alter egos de sí mismo (algo que lo conecta con Woody Allen), pequeños e insignificantes como manzanas en un mundo demasiado inabarcable, demasiado complejo para permitirles el triunfo en la sisífica tarea de darse sentido. Aun así, hay que intentarlo: ¿quién es Hong Sang-soo? Como aproximación más biográfica, diremos que Hong Sang-soo es un director surcoreano que se lanza a hacer cine a mediados de los noventa, tras haber pasado por la Universidad Chung-Ang de Seúl y la Escuela del Instituto de Arte de Chicago. Un director que partió de la admiración por la obra de Buñel, Rohmer, Bresson y Ozu. Un director que supuso una rareza ya en su propio país, al orientarse hacia un ascetismo formal que lo emparentaba tanto con la estela del minimalismo asiático de finales de siglo, como con el inagotable legado de la Nouvelle vague y los postulados de André Bazin, y que a la vez lo oponía frontalmente a una conocida generación de directores surcoreanos más orientados al barroquismo. Sang-soo empezó a trabajar más o menos a la vez que Bong Joon-Ho (Memories of Murder, The Host, Snowpiercer...), Park Chan-Wook (Oldboy, Sympathy for Mr. Vengeance, Stoker...), o Kim Ki-Duk (Hierro 3; Primavera, verano, otoño, invierno... y primavera; Piedad...). Pero mientras que aquellos han construido su cine con un fuerte uso del artificio (en el caso de los dos primeros, adscribiéndose a géneros como el thriller o el terror que los han terminado llevando a trabajar, muy consecuentemente, en la estructura hollywoodiense. Y en el caso de Ki-Duk, orientado a la construcción de su extravagante universo simbólico), Sang-soo pertenece a esa clase de cineastas que crean su estilo a partir de notables renuncias. Renuncias puramente formales, pero también renuncias a grandes presupuestos y medios (suele rodar con equipos de tres o cuatro personas como mucho) que le han permitido mantener un intenso ritmo que, hasta hoy, ha fructificado en diecisiete películas (dieciséis largos y un mediometraje) en dieciocho años, todas ellas facturadas bajo una intachable independencia creativa. Puro espíritu Nouvelle vague, que hace del surcoreano un autor fuertemente afrancesado.
Centremos algo más el tiro. Para seguir ahondando en esa pregunta sobre quién es Hong Sang-soo, acudiremos a una de las herramientas más socorridas del crítico perezoso: la etiqueta. Hong Sang-soo es el Eric Rohmer surcoreano. O al menos, así es como le han definido infinidad de veces. La comparación, como a veces pasa con esto de las etiquetas, resulta bastante acertada. El surcoreano tiene muchos elementos que lo emparentan con el francés (además de esas renuncias formales y presupuestarias de las que hablábamos): la recreación de situaciones cotidianas, el uso de triángulos amorosos como elemento fundamental de sus tramas, la presencia de infidelidades y situaciones de cambio en las relaciones de pareja, las variaciones del típico personaje del pequeñoburgués ensimismado y en el fondo profundamente perdido, la mirada que mezcla la antipatía y el cariño hacia esos personajes, el rodaje en exteriores... Y, sobre todo, la forma de contarlo, mediante un engañoso tono de comedia ligera y el recurso a un diálogo que termina revelando la contradicción entre lo que esos personajes quieren aparentar ser (ante los demás y ante sí mismos) y lo que realmente son. Palabra de Rohmer: «El cine debe contar lo que hay más allá del comportamiento, pero sabiendo que solo se puede mostrar el comportamiento. Mostrar al hombre en el ejercicio de su libertad, y dejar que se defina mediante la única forma en que puede definirse: mostrando lo que hace. Pero a la vez, ir más allá de ese límite para descubrir otra cosa»[4]. La cita no solo es aplicable, palabra por palabra, al cine de Sang-soo. Sino que recuerda mucho a esa gran aspiración de Cézanne, que mencionábamos antes, de mostrar el movimiento para descubrir lo que hay más allá del movimiento.
The Day He Arrives (2011) |
Volviendo a las renuncias formales, tanto Rohmer como Sang-soo comulgan con algunas de las ideas fundacionales que en su momento impulsó la teoría cinematográfica de André Bazin. Sobre todo en lo que se refiere al “montaje invisible”. Esto es, la querencia por el plano secuencia y los largos planos fijos que permitan minimizar el uso del montaje en aras de una menor artificialidad. Sang-soo, y en esto entronca con otros autores de ese minimalismo asiático que antes mencionábamos, lo lleva aún más lejos que los autores de la Nouvelle vague: renuncia por completo al uso del plano-contraplano. Una decisión metodológica (le permite rodar largas tomas con los actores sin tener que cortar la escena), pero que también tiene algo que ver con otro de los postulados de Bazin: la apertura a la realidad objetiva que rodea a la película, el “dejarse contagiar” por el mundo, una práctica de la que Roberto Rossellini fue el primer maestro. En este sentido, el poder rodar tomas largas e ininterrumpidas, unidas a las altas cotas de improvisación con los actores, le permite mostrar a unos personajes con una autenticidad a la que pocas películas son capaces de llegar. Logra la fusión del personaje con la persona real que hay interpretándolo. Algo que se aprecia muy bien en esas escenas que ruedan bajo los desinhibidores efectos del soju. Además, Sang-soo también practica esta apertura a la realidad en la escritura de los guiones. Como adelantábamos unos párrafos atrás, el surcoreano arranca los rodajes sin guión previo y va escribiendo cada secuencia apenas unas horas antes de rodarla. Lo que, según él, le permite empaparse del espíritu de los escenarios (siempre exteriores o localizaciones reales) que escoge. Es decir, que frente a la concepción del Hollywood clásico de los guiones cerrados y los decorados funcionales, es una forma de trabajar en la que la realidad influye en el resultado final de película, y no al contrario.
Turning gate (2002) |
La mirada incompleta
The Power of Kangwon Province (1998), La puerta del retorno (2002).
Volviendo a esa renuncia al plano-contraplano, lo cierto es que, más allá de dejar abierta la película al alma de sus actores, termina teniendo una connotación simbólica. Sus personajes, en ese desconcierto vital en el que están sumidos, funcionan como un plano que nunca encuentra su contraplano. “Algo” en lo que enfocar su mirada y que complete su sentido. Porque (he aquí otra respuesta más a la dichosa pregunta) Sang-soo es uno de los mayores escépticos de las relaciones amorosas que hay actualmente haciendo cine. Y pese a eso, sus películas no dejan de hablar de ellas. El contraplano, que sus personajes casi siempre masculinos buscan sin parar, toma la forma humana de una o varias mujeres. Su buscador es lo que podríamos definir como el macho sangsooniano (con perdón por la palabreja). Un prototipo que comenzó a tomar forma en su segundo largometraje, The Power of Kangwon Province (que tras la experimentación más bien fallida con algunos elementos del noir que supuso su debut en 1996, The Day a Pig Fell into the Well, sirvió para establecer bastantes bases de su cine posterior). A saber: un intelectual (casi siempre director, guionista o actor de cine, ya que Sang-soo opta por situar sus tramas en un el mundillo profesional que mejor conoce), egocéntrico, tendente al autoengaño, infiel por naturaleza, de espíritu ligón aunque torpe en sus amagos seductores. En muchas ocasiones se complementa con otro macho de características similares, formando una pareja de amigos que suelen terminar peleados entre sí por una mujer, y a los que distingue un reparto de roles opuestos: uno es el “lanzado” y otro el “retraído”. Véanse La mujer es el futuro del hombre, la primera parte de Mujer en la playa, o The Day He Arrives como ejemplos de dúos de protagonistas masculinos marcados por esta dualidad tan deliciosamente realista de una relación de “amigos-de-toda-la-vida” (es más permítasenos un paréntesis digresivo: si pueden, lean, como magnífica muestra de este reparto de roles en una pareja de amigos, un cuento de Raymond Carver titulado “Diles a las mujeres que nos vamos”. Que, por cierto, es una de las historias del escritor norteamericano que Robert Altman adaptó para Vidas cruzadas).
Por supuesto, hablamos de una búsqueda del amor siempre condenada al fracaso. Cada película del surcoreano constituye un nuevo episodio fallido en ese intento del hombre sangsooniano de romper su ruptura con el mundo y su insatisfacción consigo mismo a través una relación amorosa. Y en cada obra vuelven a emerger las barreras insalvables (siempre interiores a los personajes) y las complejidades que condenan al fracaso cualquier intento de emparejamiento. Todo bañado por ese perfume que solo el surcoreano es capaz de destilar, que huele a encanto cotidiano, noches empapadas de alcohol, diálogos que no dicen nada y lo dicen todo, y un hilarante sentido del ridículo. En este último punto, hay que destacar que Sang-soo es todo un maestro en el arte de despertar la vergüenza ajena, el hacer que uno sienta en sus carnes lo esperpéntico del comportamiento de sus personajes, porque a lo que apunta es a uno de nuestros propios aspectos que más tendemos a autoocultarnos: nuestra condición de seres torpes cuya forma de actuar, vista desde una perspectiva ajena, resulta demasiado a menudo irrisoria. Una de las escenas favoritas del que suscribe estas líneas la pueden encontrar en Hahaha: el protagonista, un hombre de mediana edad, gimoteante como un bebé mientras recibe una azotaina con una percha por parte de su madre sexagenaria, tras haberla censurado por llevar un escote demasiado pronunciado.
The Power of Kangwon Province (1998) |
Nos hemos vuelto a desviar. Detengámonos un poco más en esa búsqueda permanentemente fallida del amor, porque se trata de una de las claves del cine de Sang-soo. Su esqueleto temático lo podemos encontrar, muy a la vista, en La puerta del retorno (2002, Turning Gate, en su título internacional), la cuarta película del director, la que consolida definitivamente su estilo como autor (en ella ya están visibles todas las características del resto de su cine posterior) y la que le dio el primer gran éxito crítico. Su protagonista, Gyung-soo, es un actor en horas bajas que viaja a la ciudad de Choonchun a visitar a un viejo amigo, en un intento de evadirse de sus problemas personales y profesionales (desde esta cinta, otra de las constantes de Sang-soo será situar a sus personajes en escenarios que no forman parte de su vida cotidiana y en momentos de tránsito vital: algo de lo que también da cuenta una forma muy recurrente de presentarlos: vagando por alguna calle y con una mochila en la espalda). Allí conoce a Myung-sook, una chica con la que mantiene una relación de una noche y a la que termina evitando después de que ésta le persiga de forma obsesiva y le declare su amor. La aventurilla le cuesta una pelea con su amigo, enamorado en secreto de Myung-sook. La segunda parte de la película sitúa a Gyung-soo en un nuevo viaje, esta vez a la ciudad de Gyungjoo, para olvidar la mala experiencia del anterior. En el tren conoce a Sun-young, una mujer casada a la que comienza a intentar cortejar en la ciudad. Le declara su amor, con cierto éxito, hasta que ésta finalmente decide retomar la fidelidad a su marido, un hombre de negocios exitoso, y dejar a Gyung-soo.
La estructura puramente argumental que acabamos de resumir está presente en todo el cine posterior de Sang-soo, a veces completamente y otras solo en parte: la pareja de viejos amigos que terminan rivalizando, la aparición de mujeres con las que el protagonista mantiene relaciones, el carácter de “perdedor” (en sentido social) de ese protagonista, su éxito momentáneo en la conquista que acaba por devenir en fracaso, el trocear la historia en varias partes donde se mantiene uno de sus elementos (el protagonista, en este caso) y se varían otros (la mujer, el escenario)... Pero el esqueleto temático del que hablábamos, más allá de lo circunstancial, está en la pequeña leyenda que da título a la película, la historia de “la puerta de la vuelta”, que le cuenta su amigo a Gyung-soo en una de las primeras escenas, cuando viajan al lugar que le da nombre, localizado en un antiguo templo budista: un joven plebeyo se enamora perdidamente de la hija de un emperador chino. Al enterarse el emperador, hace que decapiten al plebeyo. Pero éste se reencarna en una serpiente, busca a la princesa y se enrosca alrededor de ella casi haciéndola morir. Hasta que un sacerdote taoísta detiene a la serpiente y les ordena a ambos que visiten un templo coreano. Allí acuden la princesa y la serpiente. La primera entra al templo y le pide a la serpiente que la espere fuera mientras va a buscar comida. Pero la princesa no vuelve. La serpiente decide entrar. En ese momento se desata una intensa tormenta y la serpiente, asustada, da la vuelta ante la puerta y huye. La gracia es que Gyung-soo termina recreando la leyenda ante el hogar de Sun-young, cuando ella le planta y él la sigue hasta su casa, pero en el último momento se desata una tormenta y él da un giro de 180 grados en lugar de llamar a su puerta. El que destaquemos este detalle, por supuesto, no es casual. La leyenda de la puerta de la vuelta sirve como perfecto símbolo del típico protagonista sangsooniano. Un hombre que vaga por la vida tratando de aferrarse a sus pasiones, pero al que se le niega la entrada al éxito socialmente aceptado (el triunfo profesional, la estabilidad familiar), en buena parte por su propio carácter de “apartado”, marcado por la zozobra existencial sobre la que repta. Hasta que, en parte las barreras sociales (ese hipócrita deseo de Sun-young de instalarse en una normalidad matrimonial y una estabilidad económica negándose a percibir, según muestra Sang-soo, la falsedad que hay en ella) y en parte su misma naturaleza dispersa, hacen que el protagonista asuma su fracaso, renuncie a su lucha y dé la vuelta ante la puerta que se le cierra para continuar con su vida deambulatoria.
Mujer en la playa (2006) |
El arte de la renuncia
La mujer es el futuro del hombre (2004), Mujer en la playa (2006).
He ahí, en resumen, el cogollo existencial que mueve al protagonista sangsooniano expresado en una sencilla leyenda. En su evolución posterior, el director ha ido despojándose poco a poco de elementos que han terminado por parecer accesorios. Tras La puerta del retorno, Sang-soo ha desechado simbologías similares y se ha limitado cada vez más a mostrar la misma condición vital que ilustra la leyenda, pero dejando que se haga entrever en las propias historias que concibe. Desde Mujer en la playa (2006), ha renunciado también a uno de los elementos de sus películas que más llamaron la atención en su momento: las escenas de sexo, que Sang-soo rodaba con una crudeza explícita en su carnalidad y un punto de suciedad, de culpabilidad. Por el contrario, sí ha mantenido las conversaciones post-coitales, que por norma general suelen ser uno de los momentos más dulces en sus filmes (frente a la sordidez del acto sexual, sus personajes desnudos bajo las sábanas se muestran cariñosos, afectivos, disfrutando de un pequeño momento de intimidad sentimental que compensa, al menos durante unas horas, su fallida búsqueda del amor como absoluto). El propio director ha afirmado que su renuncia al sexo se debe a una búsqueda de la armonía total de sus obras, en la que no haya picos sensoriales ni demasiado elevados ni demasiado bajos, algo que los arranques de pasión carnal venían a romper. En consonancia con esta misma tendencia, el cine de Sang-soo también ha ido despojándose de los punteos de pesimismo, los toques de tragedia, que había en su primera etapa. No hablamos ya de su oscuro y violento debut, sino de alguna que otra secuencia que congelaba la media sonrisa que uno suele tener ante sus films en una mueca de horror. En este sentido, es especialmente llamativa una escena de La mujer es el futuro del hombre (2004): uno de los protagonistas, en una ducha, frota con una esponja la vulva de una amiga que acaba de ser violada, con la excusa de que pretende “limpiarla”, aunque para el espectador queda claro que se está aprovechando de la situación. O también las inclinaciones suicidas súbitamente reveladas de los protagonistas de La puerta del retorno o Un cuento de cine. También aquí, el punto de inflexión hay que buscarlo en Mujer en la playa, una película que, aunque sigue mostrando personajes con conductas a ratos mezquinas, abraza ya sin ambigüedades el género de la comedia ligera, que ejerce de contrapunto al extravío existencial que gravita a su alrededor. Aunque, no lo olvidemos, se trata de comedia ligera solo en apariencia.
Condensando un poco las cosas, este crítico sostiene que la mejor versión de Sang-soo ha terminado llegando con una serie de renuncias a elementos que, en un principio, sí poblaban su cine. La renuncia a la metáfora que remite a algo exterior (la leyenda) para dejar que sus historias hablen por sí solas, y la renuncia a los excesos emocionales y sensoriales. Lo que da como resultado películas planas en el mejor sentido posible de la expresión. Películas armónicas, donde ninguna escena llama demasiado la atención sobre las demás, donde todo transcurre bajo una intrascendencia a la postre trascendente que es precisamente una de las mayores proezas de Sang-soo. El saber contar historias ínfimas que, sin embargo, contienen en sí mismas, sin más necesidad que remitirse a sí mismas (recordemos los bodegones de Cézanne), una inmensa riqueza. Una serie de instantes vitales que, registrados por una cámara, triunfan en su forma de contar lo que hay más allá del comportamiento limitándose a la vez a mostrar el comportamiento humano sin aditivos.
En otro país (2012) |
El arte de la variación
Noche y día (2008), Hahaha (2010), The Day He Arrives (2011), En otro país (2012).
Si uno alcanza la sensibilidad adecuada para saber apreciar precisamente la pequeñez (solo aparente, insistimos) de las historias de Sang-soo, la recompensa es enorme. Aunque buena parte de las críticas que recibe el director últimamente ataquen precisamente a esta ligereza, él sigue empeñado en rodar películas (a ritmo intensivo) redescubriendo una y otra vez esta fórmula consistente más en quitar que en añadir. Así, Sang-soo se limita a retomar lo aprendido y aplicarle nuevas variaciones, al modo del buen saxofonista de jazz que en cada concierto sabe improvisar unas nuevas notas sobre las bases de una melodía magistral. Le hemos visto dar vueltas sobre las variaciones que experimenta un protagonista entre dos mujeres distintas en las ya mencionadas La puerta del retorno o Mujer en la playa (en esta última, además, el escenario de una playa en temporada baja turística le aporta una exquisita atmósfera de “vacaciones fuera de lugar”). También en The Day He Arrives (2011), que por otra parte resulta una de sus películas más visualmente bellas con un blanco y negro que hace muy físicos la nieve que cubre Seúl y el perenne humo de los cigarrillos que sus protagonistas fuman sin parar (el tabaco es otra constante en el cine de Sang-soo, ya que él mismo es un fumador empedernido). Le hemos visto jugar, después de hacer lo mismo en The Power of Kangwon Province, con las variaciones que experimenta un mismo escenario visto por dos personajes distintos que lo visitan a la vez sin llegar a coincidir físicamente: en la magnífica Hahaha (2010), Mejor Película en la sección Un Certain Regard de Cannes (festival en el que Sang-soo ha competido, también en Sección Oficial, varias veces). Una película que, punteada por tono encantador y colorido que hay en su retrato de la ciudad portuaria de Tongyeong, reflexiona sobre la confusión que produce el choque de miradas subjetivas sobre una misma realidad objetiva (las vacaciones en la citada ciudad): dos amigos se reúnen para beber y descubren que han veraneado en el mismo sitio sin llegar a coincidir. Con sus historias van dejando descubrir al espectador que ni todos sus recuerdos son tan alegres como pretenden al contarlos, y que han interactuado con las mismas personas aunque no parezcan darse cuenta. Más aún, que la percepción que nos llega de esas mismas personas puede variar enormemente según la versión de uno u otro de los protagonistas. Para comprender mejor esta cuestión de la estructura, les ofrecemos un pequeño gráfico. En él se puede apreciar mejor cómo los dos protagonistas se relacionan con los mismos personajes, pero cada uno filtrándolos cada uno bajo su propia subjetividad y circunstancias. Y de paso, constituye un excelente ejemplo de las estructuras narrativas habituales en Sang-soo:
Aquí llegamos a otra clave para desentrañar el cine de Sang-soo. Esa concepción aleatoria de la realidad, la forma en que nuestra subjetividad puede cambiar el sentido de todo. Con la consecuente imposibilidad de encontrar un sentido unitario de dicha realidad. Y la concepción final de esa realidad como algo fragmentario, desconcertante, que se nos escapa continuamente, que cambia cada vez que estamos a punto de ordenarla bajo un significado. De ahí sale una idea sangsooniana de la sociedad como un conjunto desordenado en el que cada hombre o mujer es una isla errante, que nunca llega a establecer conexiones sólidas con el resto de islas pese a sus esfuerzos. Un nuevo acercamiento al viejo tema de la incomunicación (se puede buscar una metáfora de ello en el inicio de Un cuento de cine, que muestra un primer plano de la Torre de comunicaciones de Seúl para luego alejarse, dejar que la torre desaparezca entre la niebla y bajar a una calle llena de gente), que el surcoreano filtra bajo su tono de comedia y su querencia por retratar a los seres más torpes, vulnerables y “al margen” del supuesto orden social (si algo nos enseña el cine de Sang-soo es que todo intento de ordenar la colectividad humana no es más que un engaño por conveniencia). Jung-rae, el protagonista de Mujer en la playa, hace explícita esta idea cuando le dibuja a su chica un esquema sobre cómo funciona el concepto que los seres humanos nos construimos de los demás: nuestra visión del “otro” es un triángulo, en el que cada uno de sus ángulos lo constituye una imagen concreta de esa persona. Dependiendo de si esas imágenes son positivas (una mujer sonriente mientras come pastel de arroz) o negativas (esa misma mujer manteniendo sexo con otro hombre), el triángulo, y por tanto la visión que tenemos de esa persona, es completamente distinto. Y, en cualquier caso, esa visión siempre será terriblemente simplificadora: tres ángulos, tres imágenes concretas, están muy lejos de abarcar la totalidad de un ser humano.
Así, ante esa realidad inabarcable, encontrar un primer método de aproximación y experimentar incesantemente con las variaciones parece el mejor modo de acercarse a ella. Ya nos habíamos arrancado a desgranar distintas formas que Sang-soo ha tenido de de jugar con esas variaciones. Pero hay más, y vienen a constituir los nuevos caminos por los que se ha ido moviendo su cine en los últimos años (sin olvidar, por supuesto, que en la filmografía de Sang-soo hay unas constantes que no cambian). La deconstrucción del juego de las variaciones llevándolo a un nivel metaficcional dio lugar a En otro país, donde existe la misma protagonista (Isabelle Huppert, la primera presencia de un personaje principal extranjero en el cine del surcoreano), el mismo escenario (una vez más, una ciudad costera) y los mismos secundarios. Lo que cambia esta vez son las relaciones que unen a los personajes entre sí mismos (mientras que se mantienen las relaciones que tienen con el escenario), por lo que, por primera vez, Sang-soo rueda tres historias en una rompiendo su unidad “biográfica”. El resultado más fascinante que podemos observar es el descubrir como el personaje de Huppert puede ser, a la vez, el mismo y tres distintos, al cuestionarnos sobre si lo que cambia es ella misma o solo nuestra percepción subjetiva. A la vez, como apuntaba nuestro compañero Ignacio Navarro en su crítica, nos pone en una posición juguetona como espectadores: “Los personajes se reencuentran en los tres cuentos pero lo hacen de forma independiente, como si se conociesen por primera vez, aunque para el espectador no sea así. Ello [nos lleva a] una complicidad, incluso una familiaridad con lo que está ocurriendo en pantalla”. La presencia de la actriz francesa, por cierto, posibilitó que Sang-soo estrenara por primera vez en las salas españolas. Además, le permitió retomar una inquietud temática ya presente en Noche y día (2008), que situaba a su protagonista surcoreano en París, y que, al igual que En otro país, añadía a la habitual incomunicación que sufren sus personajes la barrera del lenguaje. No solo para desmontar el mito de la globalización y ofrecer un exótico retrato del choque entre lo europeo y lo asiático, sino para apuntar, en el fondo, a una dificultad para la comunicación cuya primera barrera está ya instalada en el interior del hombre actual: en Noche y día observamos cómo su protagonista, al relacionarse con coreanos tras no ser capaz de hablar en francés con los parisinos, desvela que, en el fondo, hablar la misma lengua es lo de menos.
Okí's movie (2010) |
Cine sobre cine
Un cuento de cine (2005), Like You Know It All (2009), Oki's Movie (2010).
Permítasenos un pequeño inciso, antes de seguir escarbando en los juegos de variaciones, para mencionar la vertiente metacinematográfica de Hong Sang-soo, con la que también ha jugado. Si bien está presente en toda su filmografía por aquello de que la mayoría de sus personajes son directores, guionistas o actores, hay dos obras donde se dedica especialmente a reflexionar sobre el propio séptimo arte. En Un cuento de cine (2005), su estructura bipartita se divide entre una película dentro de la propia película y, posteriormente, la historia de un director fracasado, ex compañero universitario del director de la película (que se encuentra moribundo), que coincide con la actriz protagonista durante la proyección del filme y trata de ligar con ella. Sang-soo sugiere una extraña continuidad entre la ficción y la vida, estableciendo una serie de vasos comunicantes (elementos de la película de la primera parte que reaparecen en la segunda), y explorando la obsesión del protagonista de la segunda mitad por la película de la primera. Entre otras cosas, porque acusa al director de haber utilizado su historia personal para hacerla. Lo fascinante es cómo se terminan mezclando sus propios recuerdos con la recreación que hace de ellos la película, hasta reconfigurarlos y desatar la incertidumbre sobre si esos recuerdos son realmente verdaderos, o responden más a la invención de un cineasta frustrado movido por los celos hacia su antiguo colega. Un cuento de cine fue, además, la primera película donde Sang-soo usó una de sus técnicas más denostadas: la recurrencia al zoom. Algo a lo que no hay que buscarle demasiado significado. Él mismo ha explicado que sus zooms obedecen a un motivo puramente práctico, igual que sus largos planos sin cortes: le permiten acercarse más a los actores sin tener que detener su interpretación y sin tener que acercarles la cámara, dos factores que juegan a favor de esa autenticidad que siempre persigue. Retomando el tema metacinematográfico, algo de esto hay en Oki's Movie (2010). Sobre todo, por su segmento final, un corto filmado por la protagonista, Oki, que narra sus experiencias con dos hombres en una visita al mismo lugar (es decir, un juego de variaciones dentro de otro juego de variaciones que es la propia película de Sang-soo), tratando de explicarse a sí misma. Merece también la pena reseñar la primera parte de Like You Know It All (2009) por la ácida estampa que ofrece sobre los festivales de cine y la fauna habitual que los puebla.
Nobody's Daughter Haewon (2013) |
La mujer es el futuro de Hong Sang-soo
Our Sunhi (2013), Nobody's Daughter Haewon (2013).
Siguiendo con nuestro repaso de las variaciones, por útimo, hay que señalar que un nuevo juego con ellas es lo que ha marcado sus dos últimas películas (a falta de ver la reciente Hill of Freedom, aún en el circuito de festivales). Por primera vez, Our Sunhi y Nobody's Daughter Haewon (ambas de 2013) presentan un personaje central femenino que experimenta las variaciones entre distintos hombres. En el caso de Our Sunhi, eso sí, la perspectiva es aún masculina, ya que el retrato que Sang-soo realiza de Sunhi, la mujer protagonista, resulta de la unión de los puntos de vista de los tres hombres que la pretenden: dos compañeros de universidad y un profesor (el ambiente universitario y los líos entre profesores y alumnos ya estaban presentes, por ejemplo en Oki's Movie o The Day He Arrives, o en su mediometraje Lost in the Mountains [2009]). Remitimos a la crítica de nuestro compañero Víctor Blanes, acertada en sus observaciones pese a su recelo hacia Sang-soo: «El posesivo del título (Nuestra Sunhi) refuerza la idea de definición del personaje a través de terceros. No se trata de quién es Sunhi, sino de cómo la ven estos tres amantes ocasionales y cómo se apropian de su historia».
En Nobody's Daughter Haewon, Sang-soo se lanza con algo que ya había probado en el último tramo de Oki's Movie y en En otro país: adoptar ya no solo una protagonista femenina, sino su perspectiva. El resultado, por cierto, consiste en una de sus mejores películas, donde los temas existenciales de siempre se filtran bajo el encanto, inocente, delicado y muy femenino, de ese maravilloso descubrimiento que es Haewon. Se puede catalogar, quizá, como su obra más “bonita”. Porque, a diferencia del eterno ensimismamiento y el punto ególatra que no termina de borrarse en sus hombres, la mujer sangsooniana se descubre como un ser dispuesto a la entrega comprometida, imbuido de una suerte de fidelidad que mantiene pese a que atraviese el mismo extravío, la misma confusión vital, que sus homólogos masculinos. Lo que hace que, pese a sus fracasos amorosos, siga adelante con una dignidad de quien no se ha dejado vencer que en los hombres, según la perspectiva del director, no está presente. Lo dice uno de los personajes masculinos sobre la protagonista de Our Sunhi, en una curiosa teoría: “No puedes retener a una mujer. Las mujeres son más realistas que los hombres. Debemos respetar su juicio. Los hombres se limitan a enamorarse. Son demasiado sensibles a eso, pero no van más allá. Ellas son diferentes. Son mucho mejores que los hombres. No te dan la espalda. Si Sunhi quiere irse, deja que lo haga”.
En Nobody's Daughter Haewon, Sang-soo se lanza con algo que ya había probado en el último tramo de Oki's Movie y en En otro país: adoptar ya no solo una protagonista femenina, sino su perspectiva. El resultado, por cierto, consiste en una de sus mejores películas, donde los temas existenciales de siempre se filtran bajo el encanto, inocente, delicado y muy femenino, de ese maravilloso descubrimiento que es Haewon. Se puede catalogar, quizá, como su obra más “bonita”. Porque, a diferencia del eterno ensimismamiento y el punto ególatra que no termina de borrarse en sus hombres, la mujer sangsooniana se descubre como un ser dispuesto a la entrega comprometida, imbuido de una suerte de fidelidad que mantiene pese a que atraviese el mismo extravío, la misma confusión vital, que sus homólogos masculinos. Lo que hace que, pese a sus fracasos amorosos, siga adelante con una dignidad de quien no se ha dejado vencer que en los hombres, según la perspectiva del director, no está presente. Lo dice uno de los personajes masculinos sobre la protagonista de Our Sunhi, en una curiosa teoría: “No puedes retener a una mujer. Las mujeres son más realistas que los hombres. Debemos respetar su juicio. Los hombres se limitan a enamorarse. Son demasiado sensibles a eso, pero no van más allá. Ellas son diferentes. Son mucho mejores que los hombres. No te dan la espalda. Si Sunhi quiere irse, deja que lo haga”.
Vayamos recapitulando. Lo interesante es que siempre hay algo que entrelaza a estas variaciones en las que nos hemos ido deteniendo, un elemento (ya sea dentro de la propia ficción o alrededor de ella) que da un sentido a las piezas. No un sentido totalizador, por supuesto, ya que (esperamos que quede claro después de tanta parrafada) el territorio de Sang-soo es lo incierto, lo disperso, lo marcadamente subjetivo. Pero sí, al menos, un sentido que une los trozos de sus películas y a sus películas entre sí, formando una obra unitaria que gira en torno, precisamente, a la falta de unidad de la existencia humana. Si el lector paciente ha llegado hasta aquí, no puede decir que no fue advertido: este acercamiento al director surcoreano iba a ser un ejercicio disgregado, errante, aunque tratando de apuntar a un algo común. Otra cuestión es que ese algo quede demasiado claro como para formar una perfecta definición en palabras. Así que, aunque admitamos un fracaso (asumido desde el principio, eso sí) de dar una respuesta inequívoca a la pregunta de quién es Hong Sang-soo, hagámonos al menos la siguiente: ¿qué podemos saber de Hong Sang-soo? De este admirador de Cézanne, hijo espiritual del costumbrismo de Ozu, pariente cercano de Rohmer, educado en el bazinismo, bebedor y fumador compulsivo, cineasta de renuncias, tahúr de las variaciones, retratista del extravío vital, privilegiado narrador de la cotidianeidad, absoluto relativista, creador de personajes entrañables pese a las inclemencias, poeta de la antisocialidad, romántico con escepticismo. La(s) respuesta(s), si uno sabe centrar el tiro, está en cada una de sus películas.
Hill of freedom (2014) |
Post-scriptum. Sang-soo y la descontextualización
Hill of Freedom (2014), Ahora sí, antes no (2015).
Un año después de la publicación de este texto, un feliz acontecimiento nos impulsa, un poco al modo del propio cineasta, a mutar su estructura introduciendo una nueva pieza. Sang-soo cuenta con una película en la cartelera española, algo que hasta ahora sólo había ocurrido con En otro país, y en buena medida impulsado por la presencia de la Huppert en su reparto. Esta vez, el motivo parece estar más bien en el prestigio que ha ido acumulando Ahora sí, antes no, la última cinta del surcoreano, tras su triunfo en un gran festival (Locarno) emulado en un certamen tan destacado en nuestro país como el de Gijón. La ocasión, además de un par (de docenas) de brindis con soju, merece un intento de seguir profundizando en ese gran relato tan simple en su exposición como escurridizo en su interpretación que es su filmografía. Además de otras cuestiones que este humilde mohicano ya trató en la crítica que publicamos, la mentada cinta nos permite escarbar un poco más en una idea que ya se había apuntado de pasada en este mismo texto, al hablar de La puerta del retorno: el estado de tránsito (espacial y temporal) en el que Sang-soo tiende a situar a todos sus personajes, esos tipos con mochila que vagan por las calles de la ciudad de turno sin un objetivo definido. Ham, el protagonista de Ahora sí, antes no, es un caso claro. Permítasenos la autocita: “No sólo contemplamos [a Ham] durante un único día de su vida, sino que además se nos aparece por completo desvinculado de su contexto ordinario: está solo en una ciudad que no es la suya, donde nadie le conoce. ‘Yo soy yo y mis circunstancias’, solemos decir. Pero, ¿y si suspendemos nuestras circunstancias normales? ¿Y si nos dotamos de unas circunstancias nuevas en estado de excepción? Esa es la manera de observar a Ham que propone la película […]: un hombre liberado de un factor clave en su personalidad como son sus circunstancias habituales”.
En una palabra, se trata del ejercicio de descontextualización que suele proponer el cineasta y que es muy revelador a la hora de comprender sus dos últimas películas: Hill of Freedom y Ahora sí, antes no. Como espectadores, este ejercicio nos sitúa ante una elipsis radical del pasado y posible futuro de los personajes más allá de menciones vagas. Se nos presenta a los personajes descontextualizados de su vida normal, pero a la vez se nos hace muy patente esa descontextualización al intuir con facilidad la existencia de una vida mucho más amplia tras ese reducido presente fílmico. Lo fascinante es que esos personajes se enfrentan, dentro de sus propias peripecias, a una descontextualización similar. Al ser arrojados a escenarios y situaciones que no les son familiares, se les empuja a realizar el mismo ejercicio que el espectador hace sobre ellos: el juicio basado en impresiones superficiales e incompletas, fruto de esa concepción sangsooniana (que desentrañábamos en apartados anteriores) del conocimiento de la realidad como algo condenado a la aleatoriedad y la subjetivización. Hay una rima llamativa entre Nobody’s Daughter Haewon y Hill of Freedom que ejemplifica muy bien esta cuestión. En Hill of Freedom aparece un personaje secundario interpretado por Jung Eun-chae, la actriz que daba vida a Haewon y que de hecho podría ser perfectamente una reaparición de la misma. Y otro personaje interpretado por Kim Eui-sung, que en Nobody’s Daughter Haewon encarnaba a un profesor que trababa con Haewon su relación más dulce y positiva. En Hill of Freedom, sin embargo, cuando el personaje de Eui-Sung se encuentra con esta “posible Haewon” y trata de flirtear, ella le rechaza con cierta dureza, y él procede a insultarla con rabia. Si uno ha visto las dos películas, resulta chocante este cambio tan radical de actitudes en personajes presentados bajo una carcasa idéntica. Más aun cuando queda tan patente que las dos actitudes del hombre ante la mujer (la ternura o el desprecio) vienen de dos formas de conocimiento muy parciales, basadas en la proyección en el otro de expectativas propias tan típica de las relaciones nacientes.
Ahora sí, antes no (2015) |
Hill of Freedom, de hecho, es una cinta muy relevante para esta cuestión de la descontextualización. Primero porque en ella Sang-soo aplica de forma especialmente notoria ese enfrentamiento de su protagonista a un contexto desconocido: Mori, el susodicho, es un japonés que visita Corea y que sólo puede comunicarse en inglés. Segundo, porque la motivación de Mori es una historia de amor previa de la que no sabemos nada más allá de que hay una chica coreana, Kwon, a la que conoció y a la que desea recuperar: como en la mayoría de los filmes de Sang-soo, el catalizador para el personaje masculino es una mujer. Pero, a diferencia de éstos, aquí esa mujer no es un elemento del presente fílmico. Y tercero, quizá lo más importante, Sang-soo lleva este ejercicio de descontextualización a un nivel estructural: se nos sitúa en la perspectiva de Kwon, que recibe una serie de cartas que Mori le ha escrito durante el tiempo que pasado en Corea buscándola sin éxito. Es decir, que se nos presentan las vivencias de Mori en Corea, las amistades que traba en torno al hotel y el café que frecuenta mientras busca a Kwon, vistas como un pasado reciente. Además, al principio de la cinta, a Kwon se le caen las cartas y al volver a juntarlas quedan desordenadas, con lo cual Sang-soo nos presenta los distintos fragmentos de la historia en un orden aleatorio. Se nos descontextualizan, por tanto, hasta las relaciones temporales entre las distintas experiencias coreanas de Mori. Lo que nos impulsa a una doble lectura muy clara: al suspender la linealidad, se puede juzgar el comportamiento de los personajes basándonos en un solo fragmento o en el conjunto más o menos reconstruible que forman. La comparación deja muy patente ese factor de parcialidad que Sang-soo parece considerar inevitable a la hora de interpretar una realidad.
Por si fuera poco, Hill of Freedom presenta un doble desenlace que va en el mismo sentido de empujarnos cuestionar nuestro rol como espectadores que interpretan una historia de acuerdo a su subjetividad. Existe un primer final en el que Mori, cuando ya estaba a punto de volverse a Japón tras su búsqueda fallida, se reencuentra con Kwon después de que ella haya terminado de leer las cartas. Y un segundo final desengañado en el que Mori no se reencuentra con Kwon, sino que se limita a despedirse desganadamente de una chica coreana con la que ha tenido una pequeña aventura durante su estancia. Si nos atenemos a ciertas claves visuales, los dos son igual de interpretables como “el final de verdad”. El hecho de que ese segundo “final desencantado” aparezca después del “happy end” y que su primer plano sea el de Mori durmiendo parece indicar, según las convenciones habituales, que la anterior escena no era más que un sueño. No obstante, este segundo final también se puede leer como un último fragmento de flashback que Sang-soo inserta a modo de coda: la despedida de su amante fugaz no sería más que otro episodio previo al reencuentro de Mori con Kwon. Existe incluso una pequeña pista al respecto: en la escena en la que a Kwon se le caen las cartas, hay un plano-detalle de una carta suelta que parece haberse quedado sin recoger. De modo que este “segundo final” sería esa carta que Kwon no llega a leer, y de ahí su inserción al final del metraje. ¿Hay un criterio definitivo para saber cuál de los dos finales es “el bueno”? No lo parece. Esta indeterminación es un callejón sin salida que, como espectadores, nos hace asumir nuestra condición de observadores subjetivos que emiten juicios parciales, dependientes de unas expectativas personales de la realidad. Uno puede tener el ánimo del día romántico o escéptico y proyectar esa actitud sobre lo que ve. Esa proyección que hacemos sobre el filme, además, nos hermana con los protagonistas de Sang-soo en esa forma que tienen de autoproyectarse sobre los otros personajes. Porque en el fondo no somos tan distintos de esas criaturas arbitrarias y ensimismadas.
texto, investigación y gráfico: Miguel Muñoz Garnica.
edición: Miguel Muñoz Garnica & Emilio M. Luna.
© Revista EAM / Madrid-Pamplona
[1] Citado en Becks-Malorny, U. (2001). Cézanne. Köln: Taschen.
[2] Citado en Domínguez, J. M. (2013). El director desnudado por sus pretendientes: el cine de Hong Sang-soo. Buenos Aires: Bafici, p. 14.
[3] Domínguez, óp. cit., p. 14.
[4] Citado en Trueba, J. (2013). Pretender a Hong Sang-soo. Caimán Cuadernos de Cine, Especial nº 2 (16), octubre 2013.