El gran microcosmos
crítica a Puro vicio (Inherent Vice, Paul Thomas Anderson, 2014)
Under the paving-stones, the beach!
¡Bajo los adoquines, la playa! Con este grafiti traducido, pintado en un muro parisino, se resumió la oleada de mayo del 68. Así, bajo la gris arquitectura burocrática subyacía una marea estudiantil decidida a revertir la situación, cambiando las instrucciones por las discusiones, los zapatos por las sandalias o los puros por los porros. Fue un movimiento contracultural que venía cociéndose desde años anteriores y que prorrogó sus efectos en años venideros, en el contexto de la Guerra de Vietnam y del mandato del presidente Nixon. Con ello nos trasladamos entonces a principios de los setenta y a Estados Unidos, en concreto a Gordita Beach, California, 1970. Son las señas de un lugar imaginario, acorde a una época cuasi-imaginaria, ideado por Thomas Pynchon a imagen de Manhattan Beach para enmarcar la acción de su novela Vicio propio (Inherent Vice), precedida por la antes citada inscripción. En este caso su significado viene además reforzado por el enclave efectivamente costero y por la remodelación urbanística que a la sazón tenía lugar en Los Ángeles. En este contexto se desarrolla pues la historia de Larry ‘Doc’ Sportello, un detective privado al que su ex Shasta Fay Hepworth acude una solitaria noche de olas invisibles y virutas de humo para pedirle ayuda. La damisela en apuros se ha visto aparentemente inmiscuida en una trama para quitarse de en medio a Mickey Wolfmann, un peso pesado del sector inmobiliario. Y, naturalmente, el sujeto pronto desaparece, lanzando a nuestro héroe en una investigación impulsada por otros agentes, como el teniente Christian ‘Bigfoot’ Bjornsen, el músico Coy Harlingen o una organización llamada The Golden Fang, que funciona al tiempo como buque pesquero, cártel de heroína y sindicato de dentistas. ‘Doc’ se va pues moviendo de ambiente en ambiente, encontrándose con personajes de toda índole e intentando descifrar las pistas que le van dejando para encontrar la luz al final de un túnel de ramificaciones que, bien visto, puede no representar más que un cigarrillo enrollado con cannabis.
Estos elementos enseguida se revelan idóneos para ser trasladados a la pantalla por Paul Thomas Anderson, cuya filmografía ha discurrido desde el protagonismo de coros suburbanos hasta el de antihéroes proscritos, pero sin abandonar nunca su ciudad natal. Tan es así que el cineasta californiano muestra una gran fidelidad en su adaptación, patente desde esa primera conversación entre ‘Doc’ y Shasta, que reproduce casi palabra por palabra la de la novela. La depuración que lleva a cabo el director y guionista se centra pues antes en la letra que en la imagen, lo cual sorprende teniendo en cuenta tanto lo abultado de las referencias iconográficas y paisajistas del libro como el propio estilo enérgicamente visual e incluso operístico de Anderson. Con todo, tiene sentido que haya elegido realizar así esta película por su conexión con el cine negro, quizás el más literario de los géneros. O al menos de los más introspectivos. Otro detalle temprano corrobora esta intención, y es que la narración de la fuente original se ve igualmente trasladada, pero ahora en boca de una amiga y confidente del protagonista, Sortilège. La misma no funciona pues como una voz omnisciente, sino que simplemente va revelando lo que se la pasa por la cabeza al confuso detective. La alusión al cine negro moderno ha sido resaltada por comparaciones con El gran Lebowski (The Big Lebowski, Joel & Ethan Coen, 1998), evidente en el comportamiento entre pasmado y indiferente de ‘Doc’, brillantemente interpretado por esa fuerza de la naturaleza que es Joaquin Phoenix. También se ven reflejadas cintas setenteras como El largo adiós (The Long Goodbye, Robert Altman, 1973), algo manifiesto en su nostalgia y en la propia época en que se desarrollan. Puestos a comparar, cabe retrotraerse a más atrás y citar ejemplos clásicos como El halcón maltés (The Maltese Falcon, John Huston, 1941) o El sueño eterno (The Big Sleep, Howard Hawks, 1946), protagonizadas por un Humphrey Bogart cuyos carisma e ironía tampoco son ajenos al personaje de Sportello.
Pero sobre todo interesan estas últimas influencias por un mecanismo no único de este género, pero sí muy característico del mismo, como es la repetición de puntos concretos de la trama. En particular, esto se comprueba desde el arranque del citado clásico de Huston, con la llegada de un tercer personaje que obliga a reiterar el diálogo entre los dos primeros sujetos. Con ello se pretende que quede enterado del asunto tanto ese otro personaje como el público que pueda haberse incorporado con retraso a la sesión, lo cual no era infrecuente en una época en la que cabía asistir a pases consecutivos de una misma película. Y es que estas historias de crímenes, trampas y desencuentros presentan una complejidad narrativa que suele aclararse al recopilar los datos cada cierto trecho de metraje. Pues bien, esta tendencia alcanza su culminación en Puro vicio, que progresa al compás de secuencias acumulativas, ganando en profundidad al tiempo que expresamente se van recogiendo pistas anteriores. La reincidencia llega hasta el punto de que a veces los personajes repiten diálogos de seguido, en una misma escena, y ya no para informar a un nuevo interlocutor, sino acaso para convencer a quién se tiene delante o a sí mismo. En este sentido, hay que resaltar que, transiciones aparte, las secuencias suelen desarrollarse por parejas, con largas conversaciones a dos que a menudo parecen aislarse de un contexto que se adivina en ebullición. Por citar algunos ejemplos, encontramos este efecto en la charla de incógnito entre ‘Dog’ y Harlingen en la tapadera de este último, o entre aquel y la novia de un tal Glenn Charlock, prematuramente fallecido en los alrededores del último paradero conocido de Wolfmann. Además, esta puesta en escena incide en el enfoque más íntimo que externo de la película, reforzando la melancolía que la recorre y a la vez apuntando su anacronismo. Pero no por ello pierde dinamismo, pues las tomas son largas pero los encuadres son trabajados y al tiempo inmediatos, y las propias conversaciones revelan una mezcla de musicalidad e intensidad que es mérito tanto de Pynchon, por sus palabras, como de Anderson y sus actores, por su interpretación.
Por otro lado, este componente repetitivo se combina con la sorpresa, elementos que de hecho son los dos fundamentales que deben unirse por naturaleza en todo guion que se estructure con inteligencia. En este caso, de repente un sereno intercambio de pareceres puede virar hacia el humor o la violencia más absurdos. Así ocurre en la mayoría de las escenas que comparten ‘Doc’ y ‘Bigfoot’, en una relación que reúne multitud de sentimientos, la mayoría contradictorios, como la envidia y la admiración o la incomprensión y la complicidad. Estos aparentes contrastes se apoyan, desde una perspectiva esta vez claramente visual, en los disfraces con que se atavían estos y otros personajes, revelando sus múltiples personalidades, al igual que los engaños o secretos que a duras penas tratan de ocultar. Asimismo, lo anterior da pie a que sus distintas y muy entretenidas ocurrencias huyan de la inverosimilitud. Y de paso se reformula la tragicomedia: no sólo se desvelan las gracias de las penas ajenas, sino que además se dota de un aire deprimente y patético a situaciones eminentemente divertidas. Esta constatación se acentúa en las pocas secuencias en que sí intervienen más de dos individuos, en particular aquella en que el protagonista acude, con uno de sus disfraces, a la presunta sede de The Golden Fang, sólo para toparse con un dentista cocainómano y con una de sus amantes, la hija de un magnate que tiempo atrás rescató de un elíptico secuestro. Estamos ante un momento de la narración en que el ritmo se acelera, marcando un punto de inflexión hacia la derivación cada vez más inevitable hacia lo surreal. A esta sensación contribuye una partitura del compositor ya habitual de Anderson, Johnny Greenwood, que va ganando en presencia y en hipnotismo, siempre que se juzga oportuno abandonar el soundtrack setentero.
Con todo, el director se cuida siempre de no explicitar la degeneración sensorial y espiritual de ‘Doc’ mediante paréntesis imaginarios o alucinaciones descubiertas. La interpretación de que todo pueda ser un sueño no se desvanece nunca, pero a la vez ningún elemento se desvía de la credibilidad. Las únicas alteraciones visuales que merecen remarcarse obedecen a recursos comunes, aunque aquí adquieran un nuevo significado. De esta forma, el contado uso del slow motion se liga a los recuerdos más que al suspense, y los encadenados funcionan antes como reflejos de una distinta percepción espacio-temporal que como técnicas de enlace o unión entre planos. También sirven para reforzar un motivo recurrente de la cinta, como es la aparición y desaparición casi trivial de cosas y personas, en particular de Mickey y Shasta, cuando se supone que su búsqueda es el motor de la trama. Por el contrario, el anodino cigarrillo que casi siempre cuelga del labio de Sportello nunca se esfuma de pronto, cuando precisamente es en este detalle donde suelen ser más frecuentes los fallos de raccord. Ello confirma que la historia antes resumida no es más que un gran macguffin, el envoltorio de un relato subyacente donde lo que realmente importa son esos otros momentos que uno pueda disfrutar en paz en compañía de un ser más o menos querido, aunque no sean más que unas hierbas en inminente combustión. Son supuestas menudencias que amenazan con caer bajo el peso del utilitarismo, el pragmatismo, el capitalismo y otros ismos propios de la superestructura, de lo “macro”. O, en otras palabras, la playa y sus infinitos granos de arena se ven progresivamente invadidos por el asfalto y los adoquines, de manera que la única escapatoria es sumergirse en el mar… Un mar de dudas que seguirán sin resolverse del todo por muchas veces que emprendamos este viaje único de la mano del que ya, sin duda, puede considerarse uno de los grandes creadores de la Historia del cine. | ★★★★★ |
Ignacio Navarro Mejía
Redacción Madrid
Ficha técnica
Estados Unidos, 2014. Director: Paul Thomas Anderson. Guión: Paul Thomas Anderson (basado en la novela de Thomas Pynchon). Productora: Ghoulardi Film Company / IAC Films / Warner Bros.. Presentación: Festival de Nueva York 2014. Fotografía: Robert Elswit. Música: Johnny Greenwood. Montaje: Leslie Jones. Diseño de producción: David Crank. Dirección artística: Ruth De Jong. Reparto: Joaquin Phoenix, Katherine Waterston, Josh Brolin, Owen Wilson, Reese Witherspoon, Benicio Del Toro, Eric Roberts, Jena Malone, Joanna Newsom.