Citius, altius, peius
crítica a Foxcatcher (Bennett Miller, Estados Unidos, 2014) / ★★★★.
Desde Ortega y Gasset hasta Orwell, algunos de los escritores y estudiosos más influyentes de todos los tiempos han coincidido en comparar el deporte con la guerra. La competitividad —uno de los tres factores que distinguen a todo deporte de un simple pasatiempo o ejercicio físico, junto con la reglamentación y la institucionalidad— unida al afán de ganar del ser humano o, mejor dicho, a la imperiosa necesidad del hombre de demostrar superioridad, ha llevado a estrategas de todo el mundo a participar en el proceso táctico de diferentes disciplinas con el objetivo de neutralizar al rival. Ramiro de Maeztu, escritor perteneciente a la Generación del 98, en su ensalzamiento particular de la práctica deportiva profesional, formuló una cita que, atendiendo a la concepción moderna del deporte, resulta cuando menos obsoleta: "El deporte es lucha, sí, pero lucha noble y franca, que no deja tras sí, como las guerras, un reguero de lágrimas y sangre". Con el giro mediático que ha sufrido la actividad física, sobre todo la más cercana al alto rendimiento, parece que hoy todo ha quedado reducido al dinero. Contratos publicitarios, marketing, managers corruptos, deportistas que se niegan a realizar su trabajo por desacuerdos económicos, disputas internas por la titularidad, y agresiones físicas atroces con sanciones irrisorias. Todo parece indicar que la nobleza de la que hablaba Maeztu se perdió hace demasiado tiempo. Sin embargo, la concepción deportiva mostrada por Bennett Miller en Foxcatcher, va mucho más allá de las reglas, las instituciones y esa sana competitividad que parece haber dejado de tener sentido frente a la insana egolatría derivada de la falta de principios.
Pero vayamos por partes; Miller, ganador del premio al mejor director en la pasada edición de Cannes, presenta un capítulo de la historia olímpica moderna a través de la composición de una trama que combina, astutamente, dos subgéneros biográficos que ya le habían dado previamente buenos resultados. Por un lado, encontramos el evidente drama deportivo con el que se contextualiza la historia y se hace la presentación de los personajes principales: Mark y David Schultz, dos atletas de lucha grecorromana, y John du Pont, el —auto-llamado— entrenador principal. Por otro, el thriller criminal que aboga por añadir la intensidad que, según un amplio sector de la crítica estadounidense, faltó a su anterior trabajo. El resultado final se acerca mucho más al drama psicológico que a cualquier otro género. El realizador plantea un estudio completo de dos historias clínicas muy diferentes: la de Mark, que representa la extenuación física y anímica del hombre que es forzado hasta el límite de tolerancia máximo. Se nos plantea aquí el controvertido y exagerado sacrificio que se exige a los más aptos, la presión y la ansiedad a la que se enfrentan este tipo de deportistas por alcanzar el número uno, y la comparación alegórica entre su vida personal y la profesional, mostrándose en ambas la necesidad de una lucha constante por mantenerse en pie. Por otro encontramos a John, a quien, por la complejidad de su personaje, le dedicaremos unas líneas aparte más adelante. Así distinguimos tres factores principales que otorgan a Foxcatcher una brillantez conceptual que contrasta con la oscuridad argumental y fotográfica: El primero de ellos consiste en esa perfecta sincronía de subtramas, que abraza sutilmente lo mejor de sus dos anteriores filmes y desecha los aspectos más criticados, manteniendo la lóbrega intensidad narrativa e incertidumbre de Truman Capote (Capote, 2005), y el espíritu de Moneyball (2011), valiéndose de la emocionante y tremenda fuerza de voluntad de todo el reparto para, apoyándose en una de las más impresionantes evoluciones de personajes que hemos visto en el cine moderno, mostrar el éxito como condena del deportista de élite.
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El segundo es el guion. El desarrollo narrativo y los diálogos son la clave de esta película en la que la intensidad argumental, a lo largo de los 130 minutos de metraje, se podría representar con una línea recta. Los cambios de ritmo no existen hasta el punto de que las líneas divisorias clásicas que separan la introducción, el nudo y desenlace son imperceptibles. Serán las conversaciones y las escenas reflexivo-simbólicas, plagadas de larguísimos silencios, lo que marque el avance hasta el inevitable final. Al contrario que otros ejemplos del género, el director pretende evidenciar el deporte como demostración política de poder. Un acto machista y territorial que, como suele ocurrir en todos los sectores, son las propias instituciones federativas las que lo corrompen y le arrebatan las buenas intenciones. Y aquí es donde entra el tercero y último de los apartados fundamentales de Foxcatcher, que no es otro que Steve Carell. Un actor considerado hasta ahora como todo un genio de la interpretación cómica, demuestra rotundamente, gracias a su papel como du Pont, que sin lugar a dudas es todo un genio de la interpretación. Sin más. Una actuación espeluznante y llena de personalidad que lo sitúa directamente en la cima de aspirantes al Óscar a mejor actor —donde también deberían haber entrado por méritos propios Tom Hardy y Jake Gyllenhaal—.
Carell representa a la mediocridad federativa, inversores millonarios que, sin tener la más remota idea sobre deporte, pretenden recoger las recompensas finales, no sólo las económicas, sino todo el mérito logrado por verdaderos profesionales tras una vida de sufrimiento y entrega. Pero esto va más allá de las simples ansias de poder ya que, para Miller, los orígenes están en la infancia materialista de du Pont. Un hombre acomplejado por una figura materna severa a la que trata de impresionar patéticamente por todos los medios, y de la que sólo consigue muestras de desprecio. De ahí viene su necesidad de ser reconocido continuamente y su incapacidad de aceptar un no por respuesta. Un triste desgraciado al que le arruinaron la vida a base de comprarle todo lo que deseaba, desde un juego de trenes, hasta un amigo o un contrincante a quien derrotar. Por lo que, cuando él es el derrotado, cuando su dinero no puede conseguir aquello que desea, las consecuencias pueden ser catastróficas —espectacular escena, llena de fuerza y simbología, la que muestra, en un momento crítico, la liberación de los caballos pura sangre que pertenecían a su madre—. Un mal perder que, llevado al mayor de los extremos, podría recordarnos a lo sucedido en los juegos olímpicos de 1936. ¿Moriría Jesse Owens pensando que pudo ser el principal detonante de la Segunda Guerra Mundial? [1]
El deporte puede ser muy cruel con sus atletas. El contrato olímpico es una quimera que funciona muy bien sobre el papel pero, en la práctica, es una completa farsa que obliga a muchos de los atletas más importantes del mundo, como ocurrió con Mark Schultz, a vagar de escuela en escuela tratando de enseñar a niños de primaria, por 20 dólares, ciertos valores con los que ni ellos mismos están de acuerdo. Se puede tener un minuto de gloria, pero si no se es un fenómeno —física, mental y socialmente— como lo fue Carl Lewis, Michel Jordan o Muhammad Ali, lo más probable es que los sueños y las aspiraciones del deportista sean más grandes que sus logros, ocasionando una inestabilidad emocional inaguantable. En figuras como la de David Schultz, auténtico entrenador de Mark y ejemplo de deportividad, interpretado sensacionalmente por Mark Ruffalo, es donde encontramos que los auténticos valores deportivos siguen presentes en nuestra sociedad, escondidos en iconos olvidados, personas que de verdad creían en el deporte como medio de superación, educación y protesta, sin importarles tanto su éxito personal como el triunfo de sus principios. Lamentablemente, ese tipo de valores se castiga con el ostracismo atlético, un castigo que, por otra parte, habrá valido la pena si pensamos en la reivindicativa imagen de Tommie Smith y John Carlos en lo alto del podio olímpico de México 1968, con el puño en alto en señal de protesta por la falta de derechos de los afroamericanos. | ★★★★★ |
Alberto Sáez Villarino
Redacción Dublín (Irlanda)
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[1] Los Juegos Olímpicos de Berlín, 1936, supusieron para Hitler una de las mayores esperanzas de reivindicación del poder y la superioridad de la raza aria. Esperanzas que se disiparon tras tres carreras y un salto. Cuatro pruebas atléticas con las que Jesse Owens ridiculizó al equipo alemán, dando como resultado un cabreo monumental del dictador, quien se marchó del estadio sin saludar a los campeones. La patética imagen del atleta germano realizando el saludo nazi a la sombra del indiscutible campeón de raza negra, dio la vuelta al mundo convirtiéndose en uno de los mayores complejos de Adolf Hitler. Tres años más tarde estallaría la peor guerra de la historia, impidiendo que se celebraran las dos siguientes ediciones del certamen olímpico.
Ficha técnica
Estados Unidos. 2014. Título original: Foxcatcher. Director: Bennett Miller. Guion: Dan Futterman, E. Max Frye, Kristin Gore. Duración: 134 minutos. Montaje: Jay Cassidy, Stuart Levy y Conor O'Neill. Música: Rob Simonsen. Fotografía: Greig Fraser. Productora: Sony Pictures / Annapurna Pictures / Likely Story / Media Rights Capital. Intérpretes: Steve Carell, Channing Tatum, Mark Ruffalo, Sienna Miller, Anthony Michael Hall, Vanessa Redgrave, Tara Subkoff, Sherry Hudak-Weinhardt, Guy Boyd, Brett Rice, Jackson Frazer, Samara Lee, Francis J. Murphy III, Jane Mowder, David Bennett, Lee Perkins, Robert Haramia. Presentación oficial: Festival internacional de Cannes 2014.