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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Pájaro blanco de la tormenta de nieve

    White Bird in a Blizzard

    Por las ramas

    crítica de Pájaro blanco de la tormenta de nieve (White Bird in a Blizzard, 2014), dirigida por Gregg Araki | ★★ |

    De películas sobre el despertar de la adolescencia a la edad adulta andamos más que sobrados (como de todo). Y White Bird in a Blizzard es una de ellas, o al menos quiere serlo. No bastaría empezar esta crítica apuntando simplemente «que la historia está muy manida», «que el personaje de Kat Connor lo hemos visto cien veces en pantalla» y todos los etcéteras que se me permitan. Si bien la trama tiene mil matices (y, como veremos, no tiene esto por qué ser un aspecto positivo), en el fondo, parece ser una más del montón. Sin embargo, lo que resulta a priori destacable es que sea ahora —su filmografía le pide a gritos temáticas alejadas del cliché— cuando Gregg Araki se interese por una adolescente de finales de los 80 y la acompañe en la búsqueda de sí misma tras la repentina desaparición de su madre. Araki, que adapta un libro de Laura Kasischke, se sirve de este hecho para ir más allá e intentar buscar en la historia de esta familia las respuestas a las preguntas que se plantean, tanto de la desaparición de la madre como de la conformación del carácter de la joven Kat. Las últimas incursiones en el análisis de la adolescencia se han realizado desde la inmediatez del momento, intentando dotar de profundidad al relato para señalar a la sociedad y el entorno como detonante de un futuro incierto. Ejemplo de ello son las dos últimas películas del clan Coppola: tanto The Bling Ring, de Sofia, como Palo Alto, de la debutante Gia, intentaban llegar al fondo del asunto a través de una artificialidad que erraba en su objetivo y acababa confiriendo al conjunto de altas dosis de impostura (de postureo, que se dice ahora). Araki huye de esa puesta en escena. No es su estilo. Tampoco pretende crear una diatriba contra la sociedad (puede que la de los 80 no sea tan maligna como la de ahora). Aún así, si las Coppola tenían claro dónde querían apuntar pero les falló el planteamiento, Araki sabe manejar perfectamente sus cartas, pero le falta definir con claridad su diana.

    Sirva esto último para ejemplificar el principal problema al que se enfrenta la película. White Bird in a Blizzard deambula por demasiados lares como para encontrar un discurso propio, para transmitir una idea más allá de una historia, para contentar a aquellos que buscamos algo más del arte cinematográfico. Estamos ante lo que parece el despertar adolescente de la joven Kat, que se convierte en un thriller sobre la desaparición de su madre a la vez que va girando hacia un drama familiar de primer orden. Este ir y venir de registros, tramas y focos de atención provoca que la película avance errática. Araki intenta solucionar este problema en la sala de montaje, evitando crear una historia lineal y optando por transformar la narración en un juego de flashbacks, que provoca justo lo contrario y hace más evidente esta falta de rumbo. Puede, tal vez, que el problema sea una falta de minutos. Con tantos palos por tocar, la cinta no encuentra la profundidad necesaria para sus personajes. En definitiva, menos es más, y si quieres más, necesitas minutos.

    White Bird in a Blizzard

    Sin embargo, cabe no confundir que el planteamiento de Araki acabe siendo superficial con el trabajo de los actores. Dejando de lado algunos secundarios para olvidar (Gabourey Sibide debería hacer un curso acelerado de interpretación, o bien dejar de actuar como si estuviera en una obra de fin de curso, o bien dejar el cine), la película alcanza sus mejores momentos y termina siendo digerible gracias al gran trabajo de sus dos actrices protagonistas, Shailene Woodley y Eva Green. A la primera la descubrimos hace unos años en Los descendientes, de Alexander Payne, donde aguantaba muy bien el tipo dándole la réplica a George Clooney. Pero esta vez la película recae sobre sus hombros. Woodley tiene la responsabilidad de hacer creíble a su Kat Connor, y, al final, son sus matices los que acaban salvando a la cinta entera. Podemos esperar mucho de ella. El caso de la segunda es bien distinto. Posiblemente estemos ante el mejor papel hasta la fecha de Eva Green. Si bien es cierto que el papel de madre medio loca con problemas psicológicos siempre es muy agradecido, la actriz francesa consigue mutar su rostro hasta hacer suyo el personaje. Eva Green convierte lo que podría ser una simple mueca en una herramienta para construir un personaje complejo y delicioso, que nos captura desde la primera escena. Sin duda, lo mejor de la película. Por ello, no es de extrañar que sean las escenas que ambas comparten un verdadero duelo interpretativo y uno de los puntos más fuertes del filme. Gregg Araki construye, pues, una cinta con una puesta en escena claramente diseñada, utilizando bien los ingredientes visuales y los referentes culturales de los 80 (véase la música), pero que se desmorona por su desequilibrio argumental. Esto provoca que lo que debería ser un giro final resolutivo sorprendente, acabe resultando irrisorio, fuera de lugar y una especie de conejo en la chistera que está totalmente descompasado con el resto del metraje. | ★★ |

    Víctor Blanes Picó
    Redacción Barcelona


    Estados Unidos. 2014. White Bird in a Blizzard. Dirección: Gregg Araki. Guión. Gregg Araki. Productora: Why Not Productions. Presentación oficial: Festival e Sundance. Música: Robin Guthrie, Harold Budd. Fotografía: Sandra Valde-Hansen. Música: Reparto: Shailene Woodley, Eva Green, Christopher Meloni, Gabourey Sidibe, Thomas Jane, Shiloh Fernandez.


    Póster: White Bird in a Blizzard

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