La ley del silencio
crítica de The Rover | dirigida por David Michôd, 2014 | ★★★★
El eslabón perdido, pieza fundamental para la completa demostración de las teorías evolutivas de Darwin, podría ser finalmente rastreado gracias al estudio que David Michôd ha realizado sobre la involución humana. De hecho, cualquier representación cinematográfica de un futuro distópico, siempre implica la regresión del ser humano a sus orígenes más primitivos e irracionales. Somos incapaces de imaginar (con alguna excepción extraordinaria como es el caso de Spike Jonze) un detonante apocalíptico, no relacionado con elementos arcaicos, que nos lleve a una debacle económica como la que da origen a la historia narrada en The Rover, y que sirve como analogía del sensacional concepto metafórico (y fructífero donde los haya) de El planeta de los simios (Planet of the Apes, 1968). Existe un elemento reiterativo común a todos estos trabajos post-apocalípticos: la completa falta de los llamados protocolos sociales. La población se volvería, llegado ese momento, extremadamente desconfiada, territorial y tendente al aislamiento o a la segregación en pequeños grupos o comunidades, organizados para encontrar sustento; de nuevo los tiempos de la supervivencia animal, promovida por teorías como la del anarcoprimitivismo, donde la única ley era la del revolver más rápido.
En 1979, George Miller puso de moda un nuevo género cinematográfico que mezclaba el western clásico y la ciencia-ficción, convirtiendo, casi de manera inmediata, a Mad Max en una cinta de culto. Desde entonces cambió por completo la concepción poética que se tenía de las películas del oeste, y apareció una mucho más explícita y cercana a las violentas premisas del cine negro. La atmósfera creada por el director australiano nos recuerda a la tradicional oscuridad sucia y polvorienta del western americano, sin embargo, los rituales que este género teje en torno al asesinato y la violencia dejan de tener sentido para Michôd y sus personajes contaminados de un odio irracional e injustificable, más propios del contundente “hard-boiled”. Hay un elemento que enseguida llama la atención por su escasez, y que sería uno de los pilares básicos de este western de la época dorada: la mujer. Exuberantes y desvalidas chicas en apuros que, necesitadas de un héroe salvador, se dejan caer en los brazos del primer pistolero que aparece en la taberna del pueblo. La representación femenina se ha reducido en The Rover tanto como la comunicación entre los propios hombres, donde cada palabra parece ser bien estudiada y meditada antes de perder tiempo y esfuerzo en su pronunciación, situación que perfectamente podría ser la antesala de aquella sensacional ópera prima de Luc Besson, Kamikaze 1999, El último combate (Le dernier combat, 1983), donde la capacidad del habla había sido anulada por completo y la mujer suponía ya una especie extinta. Teóricamente, esta supresión del componente femenino en futuros distópicos ficticios tiene una razón de ser, ya que representaría el premonitorio caos de una sociedad condenada por la falta de sentido común y la brutalidad de los hombres. No obstante, esa ausencia sigue teniendo connotaciones machistas —muy acordes al género— debido a que la presunción de inferioridad (sexo débil) trataría de evidenciar que las mujeres no soportarían una situación de supervivencia extrema.
Conflictos de sexo aparte, y asumiendo que este “olvido” ha sido con buena intención, podemos observar cómo la cámara sigue a un hombre que, con grave semblante, se dirige al interior de una de esas tabernas asépticas de las que hablábamos al comienzo, sólo que en esta ocasión no será una damisela en apuros lo que encuentre, sino a los orientales dueños del local —Australia parece sumida bajo una total influencia asiática—. El reflexivo avance de los primeros minutos se romperá inmediatamente cuando aparezca en escena un coche con tres delincuentes a bordo. Una acalorada discusión en el interior del vehículo —en una escena muy tarantiniana— ocasionará un aparatoso accidente que terminará con el trío robando el automóvil del protagonista. En ese momento la acción se vuelve tan expeditiva como el temperamento del personaje principal, del que no conocemos ningún detalle personal (ni lo conoceremos hasta el desenlace) a excepción de la decisión y tosquedad con la que ejecuta cada una de sus acciones. Pronto nos daremos cuenta, gracias a un simple pero efectivo desarrollo narrativo, de con qué clase de hombre estamos lidiando: justo el único al que no se debe robar el coche. El sonido —o mejor dicho, el ruido— atronador y crudo de las detonaciones hiere momentáneamente la presagiosa quietud imperante y se mezcla con la sucia fotografía que Natasha Braier compone de la versión dantesca del inmenso desierto australiano. El protagonista continúa su impertérrita odisea en busca de lo que le pertenece cuando se topa con el hermano de uno de los atracadores, un joven medio retrasado que terminará por ser su mejor baza para encontrar a los delincuentes. Juntos emprenderán un viaje por las desérticas carreteras donde, gracias a la sensacional actuación de Robert Pattinson, comenzaremos a vislumbrar algo de humanidad en el rudo protagonista interpretado por un siempre sorprendente Guy Pearce.
Pero, ¿qué demonios hay en ese coche que resulta tan importante como para tomar tan drásticas decisiones? Poco a poco la trama nos va planteando una serie de preguntas, que serán respondidas al final del metraje y evidenciarán esa involución a nuestros instintos más salvajes, en un futuro donde los buitres parecen ser la especie dominante que avanza paciente a sus anchas, al ritmo de los tristes acordes de una guitarra pesimista, sabiendo que encontrará su recompensa entre los cuerpos que se van amontonando en el árido suelo con disparos en la cabeza o la garganta cortada. El director, que escribe el guion con la ayuda de su amigo, el actor Joel Edgerton, reincide en la exploración de los aspectos más iracundos de la mente. Alejándose del oscuro esquema genealógico-criminal de Animal Kingdom (2010), se centrará en un faulkneriano avance narrativo, que bien podría estar inspirado en el desolado condado imaginario de Yoknapatawpha, y que confluirá en unos vertiginosos minutos finales que vendrán a arrojar luz sobre el perfil psicológico de un personaje al que, horrorizados, llegaremos a comprender una vez éste haya mostrado su lado más vulnerable. El descubrimiento de lo que, con atrabiliaria perseverancia, ha buscado recuperar a toda costa, provocando de forma implacable un reguero de muertes y destrucción, nos desvela cruelmente dos aspectos cruciales de la escena post-apocalíptica: el insignificante valor de las vidas humanas, y el incondicional apego a las escasas fuentes afectivas que puedan quedar en una situación similar. Un estilo muy personal, tan brutal como entrañable, que fortalece los pilares de una cinematografía en pleno apogeo. | ★★★★★ |
Alberto Sáez Villarino
redacción Dublín (Irlanda)
Australia. 2014. Título original: The Rover. Director: David Michôd. Guion: David Michôd, Joel Edgerton. Duración: 100 minutos. Productora: Porchlight Films Co-production Australia-USA. Fotografía: Natasha Braier. Música: Antony Partos. Montaje: Peter Sciberras. Intérpretes: Robert Pattinson, Guy Pearce, Scoot McNairy, Nash Edgerton, Anthony Hayes, David Field, Gillian Jones, Jamie Fallon, Samuel F. Lee. Presentación official: Festival de Cannes 2014.