Menahem Golan se ha marchado sin hacer ruido, sereno, a los 85 años, apartado del cine y rodeado de sus familiares en una visita a Jaffa, Israel. Pero hace unos años hizo ruido, mucho ruido, y se convirtió por derecho propio en una de las personalidades más inquietas, ambiciosas y rutilantes de Hollywood gracias a una productora cuyo nombre evoca por sí sola incontables horas de placer cinéfago: Cannon Films.
Desde su Israel natal, y con el apoyo de su primo Yoram Globus, el joven Menahem vio crecer poco a poco dentro de su interior una pasión por el cine que no remitiría con los años, sino más bien lo contrario: era un hombre que sólo pensaba en hacer películas y que, cuando no estaba filmando una de ellas, se dedicaba a estudiar las que hacían los demás para tomar apuntes, ver por dónde se movían las corrientes y dejarse arrastrar por ellas. Amante de los musicales, de los dramones y del cine bélico, Menahem Golan tuvo el privilegio de experimentar una nominación al Óscar a la Mejor Película Extranjera gracias a Operación Relámpago (Operation Thunderbolt / Mivtsa Yonatan, Menahem Golan, 1977), inspirada en hechos reales: la Operación Entebbe, una misión de rescate de rehenes ejecutada por las Fuerzas de Defensa de Israel en el Aeropuerto de Entebbe (Uganda), el 4 de julio de 1976. No era el primer trabajo cinematográfico de Golan, ni mucho menos (a esas alturas ya había dirigido 18 películas y producido otras tantas), pero sí supuso un punto clave en su carrera, ya que en ella nos encontramos varias de sus obsesiones: la utilización de situaciones verídicas como punto de partida de algunos de sus guiones, su concienciación con el conflicto árabe-israelí y la tendencia a la pirotecnia en la resolución (y el transcurso) de sus historias. Casi un ensayo de lo que una década después sería Delta Force (The Delta Force, Menahem Golan, 1986), Operación Relámpago sirvió también para que Golan y Globus decidieran hacer las maletas y marcharse a Hollywood a reclamar su parte del pastel, aunque al principio lo hicieran con un producto tan errático (y fascinante) como La manzana (The Apple, Menahem Golan, 1980).
Desaparecido en combate (Missing in Action, Joseph Zito, 1984) |
Pero los primos no tardarían mucho en encontrar la fórmula del éxito, una vez que compraron una antigua productora llamada Cannon que hasta ese momento no había hecho nada realmente destacable, salvo la extraña Joe (Joe, John G. Avildsen, 1970). Bastaba con observar, replicar y amplificar aquello que estaba funcionando en la taquilla. Primero, con el cine de terror, aunque títulos como …¡O una maldición del infierno! (The Godsend, Gabrielle Beaumont, 1980), Psicópata (Schizoid, David Paulsen, 1980) o Fin de año maldito (New Year’s Evil, Emmett Alston, 1980) no dieron los resultados deseados. Fue entonces el momento de pasar a la acción, literalmente, encontrando un filón en los justicieros urbanos, los ninjas y los soldados de Vietnam: La justicia de Ninja (Enter the Ninja, Menahem Golan, 1981), Yo soy la justicia (Death Wish II, Michael Winner, 1982) y Desaparecido en combate (Missing in Action, Joseph Zito, 1984), todas con sus respectivas secuelas e imitaciones, fueron el acicate definitivo en la carrera de Golan y, gracias a ellas, el logo de Cannon Films comenzó a ser inmediatamente reconocido entre cinéfilos de todo el planeta como una garantía de diversión sin complicaciones. Eran producciones baratas, filmadas por artesanos sin demasiadas aspiraciones artísticas, cargadas de extras sin talento, pero aprovechaban al máximo todos sus recursos y, sobre todo, el arrollador carisma de sus protagonistas. Charles Bronson vivió una segunda juventud gracias a la Cannon. Chuck Norris encontró, por fin, su sitio en Hollywood y en el corazón del público. Michael Dudikoff tuvo su momento de gloria gracias a El guerrero americano (American Ninja, Sam Firstenberg, 1985) y algunas de sus secuelas. Sylvester Stallone cobró algunos de los cheques con más cifras de toda su carrera por hacer Yo, el halcón (Over the Top, Menahem Golan, 1987) y Cobra, el brazo fuerte de la ley (Cobra, George P. Cosmatos, 1986). Y Jean-Claude Van Damme pudo darse a conocer al mundo gracias a la oportunidad que Golan le dio de protagonizar Contacto Sangriento (Bloodsport, Newt Arnold, 1988), uno de los últimos éxitos de Cannon Films antes de que la productora se fuera a pique por problemas con el fisco y por la intención de Golan y Globus de hacer cintas más grandes, más caras, más ambiciosas… y fallidas en su mayoría. Aunque hoy las recordemos con cariño, en su día películas como Fuerza vital (Lifeforce, Tobe Hooper, 1987) o Masters del Universo (Masters of the Universe, Gary Goddard, 1987) fueron auténticos descalabros económicos que sólo encontraron su público cuando pasaron a las estanterías de los videoclubes, lugar mágico en el que la Cannon encontró su hábitat natural y donde cada uno de sus nuevos productos era celebrado con vítores por la chavalada que los alquilaba semana tras semana.
Este es el Menahem Golan que todos conocimos, al que amamos y al que todos recordaremos con una sonrisa cada vez que nos encontremos con alguna de sus producciones haciendo zapping por televisión. Pero además de ser ese incombustible productor de éxitos y fracasos, Golan era también un hombre que amaba a los autores y que no dudaba en rescatar a directores malditos o que algún día habían sido alabados por la crítica y ahora ninguneados. Así, Golan no sólo fue el responsable de llenar nuestros videoclubes con los últimos trallazos de Norris o Bronson, también fue quien dispuso todos los medios necesarios para que se hicieran realidad títulos como la maravillosa El tren del infierno (Runaway Train, Andrei Konchalovsky, 1985), Locos de amor (Fool for Love, Robert Altman, 1985), Otello (Otello, Franco Zeffirelli, 1986), Ansias de vivir (Duet for One, Andrei Konchalovsky, 1986), El borracho (Barfly, Barbet Schroeder, 1987) o la marcianísima Rey Lear (King Lear, Jean-Luc Godard, 1987). Buenos ejemplos de una filmografía mucho más variada y arriesgada de lo que se suele reconocer, o sencillamente conocer.
Ansias de vivir (Duet for One, Andrei Konchalovsky, 1986) |
Hace unos meses, un grupo de entusiastas seguidores de Golan nos propusimos hacer el mejor homenaje posible en vida al que consideramos unos de los nombres clave de nuestra educación cinéfaga. Así surgió el libro La generación del videoclub Vol. 1: Cannon Films, de Applehead Team Creaciones. La respuesta del público fue más que satisfactoria: el libro se agotó en pocas semanas y ya estamos trabajando en una segunda edición. También preparamos una segunda parte, para la cual habíamos contactado con el propio Menahem Golan con el fin de realizarle una entrevista. Tristemente, esas preguntas que le enviamos se quedarán sin respuesta. Pero nos agrada el hecho de que él fuera consciente de que, en un lugar tan lejano del mundo, unos críticos nos habíamos reunido para escribir por fin un libro dedicado a su figura, a su cine, a sus obsesiones y su legado. Su trabajo también ha sido objeto de estudio en los documentales Electric Boogaloo: The Wild, Untold Story of Cannon Films (Mark Hartley, 2014) y The Go-Go Boys: The Inside Story of Cannon Films (Hilla Medalia, 2014). Y nos hace felices saber que su espíritu sigue vivo en cintas ajenas a Golan, pero que podrían venir firmadas por él. El estreno de Los mercenarios 3 (The Expendables 3, Patrick Hughes, 2014) o de El protector (Homefront, Gary Fleder, 2014) nos lo confirma: todavía existe hueco para un cine testosterónico basado más en la fuerza (bruta) de sus intérpretes que en los efectos especiales y que nos devuelve a aquellos días de inocencia en los que todavía teníamos la capacidad de sorprendernos y de vibrar con historias sencillas, directas y trepidantes con las que cualquier espectador podría conectar.
Así, Menahem Golan se ha ido para siempre, pero no su cine, ni su marca, ni su estilo. Brindemos por ello y por los buenos ratos que nos ha hecho pasar, que han sido muchos y variados. Va por usted, Sr. Golan, maestro del escapismo, generador de referentes populares y, sobre todo, hombre-cine. Puede que nunca ganara la Palma de Oro en Cannes (su mayor obsesión, año tras año), pero ni falta que hace. El mejor premio que puede llevarse un artista es dejar huella en la cultura de su tiempo. Y eso lo tiene asegurado.
Pedro José Tena
redacción Badajoz