Con la emisión del cuarto episodio de True Detective volvieron a encenderse las alarmas de genialidad artística, esas que, muy de vez en cuando, nos avisan de que algo ha hecho historia en el mundo del cine. La escena no era para menos, un plano secuencia de seis minutos de duración que seguía los decididos pasos del detective de moda, Rust Cohle, en su intento de salir con vida de un barrio marginal que iba transformándose rápidamente en un auténtico campo de batalla. La importancia de este tipo de planos reside principalmente en su dificultad, la cual irá en aumento según se añadan factores que condicionen el logro de la mencionada toma. Ya en el segundo episodio de la séptima temporada de Los Simpsons, El hombre radioactivo (la historia del cine al completo puede verse a través de esta serie animada), el equipo técnico que había ido a rodar una película al pueblo de Springfield, pretende uno de los planos secuencia más complicados jamás realizados. Se trataba del rescate del héroe (Radioactivo Man), por parte de su ayudante (El niño radioactivo) antes de que un río de ácido sulfúrico que iba dejando una estela de destrucción a su paso acabara con su vida. La gran complejidad de este caso residía en la exclusividad del intento. Sólo se podría realizar una vez dado que el ácido era de verdad (así que, todo el mundo gafas de seguridad, por favor).
Obviamente la escena fue un fracaso, afortunadamente el protagonista no sufrió más daño que una grave lesión de córnea debido a un defecto en las propias gafas de seguridad. Sin embargo, si la índole del mensaje no es cómica, el aspecto documental y realista que este tipo de planos aporta a la escena puede dar como resultado un efecto descarnadamente violento que dificulte el visionado. Con Irreversible, 2002, Gaspar Noé alcanza el mayor grado de brutalidad y mezquindad que hemos visto en la historia del cine (comercial y legal). Para la visualización y comprensión de esta escena es necesario tener bien marcada la línea de ficcionalidad. Una de las secuencias más extenuantemente largas que hemos presenciado y que, pese a haber sido maltratada por un sector de la crítica que denunció su innecesaria explicitud y su violencia llevada al extremo, creemos que resulta mucho más valiosa, a nivel de concienciación ciudadana, que otras escenas de violación en las que, una lamentable visión frivolizada de la acción y la posterior reacción de la víctima, no permite distinguir la repugnante realidad de ese tipo de deplorables atentados. Pese a ello, hemos decidido no publicar directamente el enlace a la mencionada escena, no porque nos opongamos a ella, sino porque se ha juzgado oportuno no facilitar el visionado del material a personas que no estén al tanto de su altísimo contenido violento y crueldad extrema.
Volviendo a la escena de True Detective, se podría decir que alcanzó la excelencia en todos los aspectos susceptibles de análisis en la valoración objetiva de estos alardes de dirección artística. Factores condicionantes que enumeramos a continuación con el fin de compararlos con otros ejemplos anteriores en el cine, para pasar posteriormente a nuestra lista particular de los 10 mejores planos secuencia según EAM.
Duración. Como decíamos, la secuencia dura seis minutos, (5:54 exactamente). Este hecho de forma aislada no es necesariamente un indicador de su complejidad. Ya existían secuencias rodadas sin cortes de mayor duración, como la sensacional apertura de El juego de Hollywood (The Players, 1992, Robert Altman), cualquiera de las 8 tomas que componen la primera película a color de Hitchcock, La soga (Rope, 1948), o la cinta de Alexandr Sokurov, El arca rusa (Russian Ark, 2002) que se compone de una única secuencia de 99 minutos. Sin embargo, esos seis minutos son tan meritorios de todo elogio como cualquier otra toma de mayor duración que se haya hecho, si los sumamos a los siguientes factores que pasamos a detallar.
Planificación secuencial. Sin una voz de mando que dé entrada a los personajes, la sincronización de los movimientos y los diálogos, así como su premeditación, es uno de los elementos más importantes a tener en cuenta para el éxito del plano secuencia. En esta escena, el protagonista contará con la dificultad añadida de atravesar hasta 6 escenarios diferentes, dos interiores, tres exteriores y un escenario “invisible” oculto por el lateral de una casa donde se prepara un ataque armado. Los milimétricos movimientos coreográficos son la clave; todo tiene que ser exacto como un reloj. Y es ese segundero el que nos lleva a una de las escenas más célebres y apropiadas para entender el sentido de planificación en la cinematografía. La película de Orson Welles, Sed de mal (Touch of Evil, 1958), abre con un plano secuencia de una precisión tan perfecta como el temporizador de la bomba que la protagoniza. Welles se las ingenió para que todos los elementos implicados en la trama estuvieran presentes en pantalla durante la mayor parte de la acción. No es tan complejo como el de True Detective, pero su planificación resulta impecable, sobre todo teniendo en cuenta el dificultoso uso de una grúa que no es tan manejable como las actuales steadycams.
Movimiento de cámara. En True Detective, la toma comienza claramente cuando la cámara se pega al protagonista con un movimiento de acercamiento trasero. Desde entonces, cada cambio de ritmo o desplazamiento será marcado por el propio Matthew McConaughey, según la intensidad de sus acciones. Un travelling de seguimiento nos irá guiando a través del primer escenario interior, travelling que finaliza en una sensacional panorámica de descubrimiento. Desde entonces se continúa con la persecución, alternando la perspectiva frontal o trasera, sin perder la vista del protagonista hasta que, ese escenario “invisible” del que hablábamos, se interpone —para mayor incertidumbre del espectador— entre el objetivo y la cámara, que seguirá su movimiento de forma intuitiva hasta que, por fin, se reencuentre con él. El Séptimo Arte nos ha dejado ejemplos muy variados en este apartado que podríamos dividir en dos sub apartados:
• Planos secuencia dinámicos: Normalmente destinados a la intensificación del nivel de acción. El uso de travellings resulta muy recurrente por lograr una perspectiva en primera persona con la principal función de transmitir el punto de vista del protagonista. Dependiendo de la interacción de otros personajes o elementos externos, el plano puede ser más reflexivo, como los empleados por el genial Gus Van Sant, que llegaron a su máximo exponente de profundidad en la sensacional Elephant, 2003, o, por supuesto, el utilizado por François Truffaut en la mejor secuencia jamás filmada, la que cierra su obra maestra, Los cuatrocientos golpes (Les Quatre cents coups, 1959). Por el contrario, si lo que se busca es un elevado nivel de acción, se pierde profundidad dramática, pero se gana agilidad, ímpetu y potencia. Éste es el caso del trepidante inicio de Trainspotting, 1996, o, el más difícil todavía, la escena del estadio de fútbol en El secreto de sus ojos, 2009. Espectacular en cuanto al efecto de movimiento logrado, gracias a una precisión milimétrica de helicóptero y grúa, con la que se consigue pasar de un plano aéreo global a un primer plano del protagonista con una sencillez asombrosa, dando así como resultado un perfecto efecto de “buscar una aguja en un pajar” y, para nosotros, el más complejo plano secuencia que se ha hecho hasta la fecha. En True Detective, el incremento progresivo de la tensión y la consecuente acción logra combinar dramatismo y vivacidad a partes iguales. El protagonista trata de mantener la calma el mayor tiempo posible hasta que se produce el primer disparo. En ese momento el ritmo se acelera a consecuencia de un cambio en la estrategia de huida.
• Planos secuencia estáticos: Todo depende del guion y la simbología. Se sigue requiriendo de un estudio previo, aunque en este caso mucho más enfocado a la naturalidad y fluidez de unos diálogos que, por su protagonismo, tienen que resultar lo suficientemente interesantes para justificar el carácter prioritario. A veces resulta tan difícil conseguir enlazar un cruce de palabras elocuentes e ingeniosas, como sincronizar el avance y movimiento de los personajes. El plano no luce tan visualmente llamativo, pero la genialidad y la brillantez pueden hacer de él algo tan mítico como la escena en la cola del cine de. Annie Hall, 1977: Un cinéfilo pretencioso se encuentra justo detrás del protagonista que, a su vez, discute con su novia por problemas de alcoba. En un momento dado, el pedante personaje arremete contra Fellini llamándole indulgente de forma despectiva, posteriormente seguirá su diatriba contra Samuel Beckett, quien no termina de convencerle. Allen aprovecha para hacer referencia al extremismo existencial que se hace del mundo en función de las diferentes épocas. El sujeto exclama “Weltanschauung”, a lo que Alvy Singer, cada vez más irritado, añade: “Probablemente están en la primera cita”. Posteriormente, y tras pasar brevemente por Joyce, Mozart y Henry James, el petulante sabelotodo menciona, o pontifica sobre la interpretación del trabajo de Marshall McLuhan, hecho que lleva al alter ego de Allen a estallar y cerrar el debate de forma tajante, gracias a la intervención de un juez infalible: el propio McLuhan en persona entra en escena para desacreditar lo que se ha dicho de él, y por una simple extensión de pérdida de credibilidad, todo lo que ha salido por la boca del abochornado erudito desde el momento que tuvo uso de razón. “Si las cosas siempre fueran así de fáciles…”
Este tipo de elocuencia dialéctica resulta todo lo contrario que otro estilo de cámara fija muy efectivo, el antagónicamente dramático del que Michel Haneke es fiel representante. Este ejemplo, mucho más sobrio, juega a ocultar parte de la acción, dejando escenas fuera de cámara. Es un recurso muy contundente y efectivo que mezcla humor negro y brutalidad sin aditivos, como los que se pueden observar en un momento del remake que Haneke hizo sobre su propia película, Funny Games, 2007. Los movimientos son espasmódicos, las esperas entre las acciones son interminables, dejando tiempo al espectador a que reflexione “in situ” sobre lo que está sucediendo. La teatralidad del recurso cobra una gran importancia, por lo que la concepción narrativa tiene que actuar consecuentemente, centrando la imagen en un plano global (acción externa), o un plano detalle de una persona u objeto (reflexión interna) que simbolice lo que se quiere transmitir, lo cual será interpretado por el espectador de acuerdo a las pistas (más o menos sutiles) que se le den. Sentimientos de monotonía, rutina, aburrimiento, lentitud suelen quedar muy bien representados en este tipo de secuencias, cuya repetitividad origina una perspectiva temporal muy pausada como en el caso de Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles. Un plano de una tarea tan desprovista de cualquier emoción como puede ser el acto de pelar patatas crea un resultado tan atractivo del que resulta difícil apartar la vista gracias a su acción hipnotizantemente inexistente.
Fotografía. Todo el trabajo coreográfico y de planificación se puede ir al traste por culpa de una mala fotografía. Éste podría ser el caso de la famosa secuencia de la película de John Woo, Hard Boiled, 1992. Una escena trepidante y una de las más efectivas del género de acción. Su dosis de adrenalina es innegable, así como su eficacia en entregar al público lo que busca pero, analizada técnicamente, resulta muy pobre en comparación con otras secuencias similares del género (Acantilado rojo, por ejemplo, del mismo director). El indiscriminado uso aleatorio y a destiempo de la cámara lenta deviene demasiado explícito e innecesario, una pirotecnia excesiva y una atmósfera desproporcionadamente humeante “antes de que ni tan siquiera se haya empezado con las detonaciones” resta todo el mérito logrado por su duración y planificación. Comparándola, una vez más con la toma de True Detective, se deja claramente en evidencia qué fotógrafo recurre al uso aleatorio de efectos especiales, y quién emplea con maestría y buen gusto los recursos a su alcance: La evocadora imagen nocturna, muy apropiada para el juego de contraluces y siluetas, propicia que la escena esté dotada de un inquebrantable aire impredecible marcado por una sucesión de sombras que se agolpan en el exterior y se hacen visibles a través de las traslúcidas ventanas empañadas, amplificando la tensión y justificando unos furtivos y nerviosos planos externos mediante rendijas y orificios interiores. La iluminación será escasa y muy contrastada gracias a grandes fuentes luminosas, como el foco de un helicóptero. Sin embargo no se necesita un despliegue de medios de ese nivel para lograr una fotografía decente, simplemente el buen juicio del director artístico y su originalidad para buscar y atravesar espacios imposibles. Como se pudo ver en la obra del genial David Fincher, La habitación del pánico (Panic Room, 2002), mientras se atravesaba con un plano vertical ascendente los tabiques de una casa hasta llegar a la azotea, previo registro minucioso de otras formas de entrada como cerraduras y puertas traseras, en su intento de mostrar las diferentes maneras de irrumpir en un apartamento.
Transmisión. El mensaje puede ser transmitido al espectador en un determinado momento (al comienzo, en medio de la película / episodio, o al final del mismo) y con mayor o menor independencia. Así la escena puede resultar entendible de forma individual, sin que se pierda la inexorable relevancia global para con el resto del metraje. En el presente caso, la escena es mostrada al final del episodio número cuatro. Algo que incrementa la dificultad al tener que hacer coincidir los acontecimientos ocurridos hasta ese momento, y dirigirlos a esa premeditada finalización, obligándole a guardar una forzosa relación con el conjunto de las 8 horas de duración total que conforman la primera temporada. Incluso la gran dosis de acción resulta muy aséptica en la escena, como el resto de la trama, nada de extravagancias o bruscas maniobras que rompan con la reflexiva trama de la serie. Todo lo contrario que el gran plano secuencia encontrado en Expiación, más allá de la pasión (Atonement, 2007). Éste estaría situado al comienzo del filme, y su elevada espectacularidad (un tanto artificial) contrasta demasiado con el resto de la película, quedando un poco descolgado del posterior mensaje. Hecho que se ve incluso reforzado por esa posición inicial, ya que le da un aire de cabecera comercial muy poco agradecido.
Por otra parte, la escena de la huida (vuelta a True Detective) es completamente entendible y analizable por separado. Siendo la historia de un plan de escape en un entorno hostil con rehenes. Igual de importante a modo individual sería un plano del icónico Tarantino. No la famosa toma digitalizada de Kill Bill, que técnicamente es sensacional pero por separado quedaría un poco perdida, sino el travelling de seguimiento que hizo de Jules y Vincent en Pulp Fiction mientras discutían si un masaje en los pies es o no es una intromisión excesiva en la vida sentimental de alguien, merecedora de un castigo tan severo como el que recibió uno de sus compañeros de trabajo. Los diálogos forman el 50% de esa secuencia, que se completa con la espectacular presencia de John Travolta y Samuel L. Jackson.
Y hasta aquí el análisis comparativo de una de las grandes secuencias que nos ha regalado esta pequeña pantalla que nunca antes pareció tan grande. Pasamos ahora a nuestro listado particular de planos secuencia en función de los elementos considerados previamente.
Los 10 mejores planos secuencia de la Historia del Cine
1. Historia del crisantemo tardío (Story of the Late Chrysanthemums, 1939). Kenji Mizoguchi.
Comenzamos con Mizoguchi, el poeta olvidado de los planos secuencia. Su estilo pausado, reflexivo y detallista al extremo en cada palabra y cada gesto, lo llevó a la cumbre del cine japonés; posición que ha compartido indiscutiblemente, para deleite del cinéfilo, con Akira Kurosawa y Yasujiro Ozu. Sus filosóficas temáticas, destinadas a un público adulto (puede que demasiado adulto), su sofisticación estética —siempre respetando las enseñanzas de la escuela Zen— y la ponderación de sus movimientos de cámara, muy vigorosos en cuanto a su relevancia e intricada fuerza cinematográfica, no parecen haber fascinado a la crítica europea (exceptuando el caso de Francia) como sí lo hicieron la grandiosa vitalidad heroica de Kurosawa o el rigor sistemático y encantador de Ozu. Cada escena de Mizoguchi está dotada de un dramatismo coreográfico hipnotizante, el detallado estudio de los milimétricos movimientos de los actores y de la cámara consigue expresar esa distante intimidad tan característica de la cultura nipona. Sus fluidos acompañamientos son de una belleza impresionante, ingeniándoselas para ser tan condescendiente con el público como indolente con el personaje, transmitiendo de esta forma un entrañable rechazo hacia sus patéticos personajes. Claro ejemplo de ello serían los dos finales de sus obras más aclamadas, Cuentos de la luna pálida de agosto (Ugetsu monogatari, 1953) y El intendente Sansho (Sansho Dayu, 1954).
En la escena seleccionada de Historia del crisantemo tardío, Mizoguchi deja claro que es, además de un sensacional planificador de tomas largas, un maestro de la puesta en escena. Sus escenarios parecen salidos de un mundo de fantasía, un realismo mágico apacible y tranquilo que sirve de perfecto contexto para la comprensión de su mensaje. El movimiento general del plano respeta el patrón básico reflexivo de vaivén, un contrapicado dramatúrgico que persigue el estudio de sus personajes mientras avanzan y deshacen lo andado volviendo sobre sus pasos. La música, tan conmovedora como la fotografía, estimula el tratamiento de la mujer (siempre centro de la acción en el cine de Mizoguchi) como ente pasivo y sumiso, aceptando su inferioridad y sacrificando su completa existencia en beneficio de los deseos de su pareja. Una joya de cinco minutos de duración de un genio injustamente olvidado.
2. La Ronda (La Ronde, 1950). Max Ophüls
Podríamos definir a Ophüls como el Mizoguchi occidental, un director romántico en las formas y tajante en el mensaje. Su sutil punto de vista invita más a la contemplación que a la reflexión, la sincronización de sus escenas es de las más precisas del cine europeo, sin embargo, no se recrea tanto en divagaciones como su homólogo oriental. La mujer vuelve a cobrar gran importancia, la idiosincrática figura femenina como condicionante del destino de los hombres es uno de sus temas favoritos. En La ronda, el director expresa, por medio de una complicada trama de historias cruzadas, el eterno retorno ineludible y circular que impulsa ese metafórico carrusel que protagoniza la escena inicial de la película que, casualmente, coincide con la que hemos seleccionado. La bella Simone Signoret, una de las Femme Fatale más sensuales que ha dado el séptimo arte, protagoniza la que supone la primera historia de este filme episódico sobre las diferentes relaciones amorosas. Ella es una prostituta un tanto antojadiza que se encapricha de un soldado, su historia estaba destinada al fracaso antes de que ninguno de ellos supiera de la existencia del otro. En la secuencia se puede apreciar nuevamente ese vaivén introspectivo, unos apacibles movimientos de cámara van acompañando el paso de los protagonistas mientras juegan al tira y afloja. El poder de convicción de la mujer está en juego y Léocadie, pese a perder terreno en un par de ocasiones, no se rinde hasta que logra su objetivo. Podríamos afirmar que resulta una escena completamente antagónica a la vista anteriormente de Mizoguchi. Es la mujer quien dicta y el hombre el que obedece; un escenario impensable para el tradicionalismo formal asiático. Casualmente un juego de niveles hace que la secuencia finalice en un plano contrapicado, que finalmente se fundirá a negro cuando los personajes desaparezcan hacia un nuevo, e imperceptible, nivel subterráneo. Un sensacional inicio para una gran película cuya sutileza, técnica y dramática, será su punto fuerte a la hora de unir las historias para que se entrelacen delicadamente sin que sus protagonistas lleguen a darse cuenta de ello.
3. Armonías de Werckmeister (Werckmeister harmóniák, 2000). Béla Tarr.
Béla Tarr es un poeta moderno, una especie en extinción que sabe que la única forma de lograr que su trabajo compita en lirismo con los clásicos, es imprimiendo a sus películas una atemporalidad conceptual que las haga incomparables y, por lo tanto, merecedoras de un escrutinio minucioso y sin precedentes. Cortázar se quejaba de que la estatua de Jano era absurda, según él, “después de los 40 años, la verdadera cara la tenemos en la nuca, mirando desesperadamente para atrás” (Rayuela, 1963). Y creo que Tarr debe coincidir con él, en tanto que sus trabajos presentan un aire clásico que impide al espectador maduro pasar por alto sus composiciones. Precisamente János es el protagonista de la escena seleccionada, un hombre que nos prestará su mirada para que asistamos al oscuro espectáculo que una compañía circense ha traído a un pueblo rural de la violenta Hungría ocupada por los soviéticos al final de la segunda guerra mundial. No es sencillo escoger sólo uno de la gran colección de planos secuencia que pueblan la filmografía del director, pero creemos que éste en concreto representa fielmente el estilo, tanto visual como narrativo, del que presume su creador. Delicado hasta el extremo, sus imágenes transmiten ese bucólico y fatalista realismo poético que se muestra como una endeble línea divisoria entre lo tangiblemente metafórico y lo onírico. El mensaje es pesimista, sin embargo nos deja un pequeño rayo de esperanza al final de la oscuridad, en forma de epifanía reveladora. La cámara avanza impasible por los pasillos de un hospital que está siendo violentamente saqueado. No se sigue a ningún personaje, sino que se muestra la acción coral de todos ellos mientras se interponen entre el dispositivo de filmación y su flemático avance. Finalmente algo llama su atención y la escena cobra vida, la música cambia, el movimiento se acelera y se detiene la destrucción. La aparición de un anciano desnudo en una bañera, como representación de la extremada fragilidad y el desamparo, fulmina la agresividad irracional y deposita esperanza en los hombres, que con los rostros ensombrecidos se marcharán sin mirar atrás bajo la atenta mirada de János. Uno de los ejercicios estéticos y simbólicos mejor trazados del cine contemporáneo. Glorioso.
4. El espejo (Zerkalo, 1975). Andrei Tarkovsky
Mucha tinta se ha vertido sobre el cine de Tarkovsky, su narrativa lírica y fragmentada revolucionó la concepción que se tenía del lenguaje cinematográfico. Con El espejo se demuestra la importancia de los símbolos como representación metafórica de lo intangible. No somos capaces de ver la voz que nos habla, pero al mismo tiempo llegamos a conocerla y a entenderla gracias a la fuerza de los recuerdos de aquellos que sí vemos, y a esos espejos que reflejan las emociones de un director que supo describir la ausencia mejor que cualquier ente físico lo ha hecho jamás. La escena seleccionada no destaca por ser uno de los más analizados planos secuencia del director, otras películas como Nostalgia (Nostalghia, 1983) o Stalker, 1979, han sido fuentes más recurrentes para su estudio, tampoco es de sus mejores ejemplos de tecnicismo o continuidad armónica, pero no se nos ha ocurrido uno mejor para representar la poesía que emana de su trabajo. Ese avance delicado, imprevisible, con sonidos que se yuxtaponen y juegan caprichosamente a contradecirse, como sus mensajes, siempre sujetos a la interpretación figurativa. El tiempo, como inquebrantable elemento presente en nuestras vidas marca el ritmo, la cámara se desplaza lentamente hasta que realiza una panorámica horizontal de 360°, nos engaña, nos muestra imágenes confusas para recrearse a la espera de lo inevitable. Posteriormente, mientras se inicia la salida de la casa, fuego y agua se unen en un sublime estremecimiento de la tierra por la lluvia y la madera reduciéndose a cenizas.
El cine de Tarkovsky es movimiento, es teatralidad onírica y distancia, no hay primeros planos ni miradas como las de Bergman, es uno de los mayores baluartes del bando de Pasolini en aquel ejercicio que enfrentaba al liberalismo contra el conservadurismo (Cine de poesía contra cine de prosa, Pasolini y Romher). Una poesía que queda admirablemente ejemplificada en esta hipnótica toma.
5. Paisaje en la niebla (Topio stin omichli, 1988). Theodoros Angelopoulos.
El griego Theo Angelopoulos es otro de estos adictos al movimiento y a la trascendencia de las imágenes como transmisoras del mensaje. La utilización sistemática del plano secuencia permite a este autor obligar al espectador a que se adapte a sus tempos, y a la vez recrearse en los elementos del relato cinematográfico que puedan aportar lirismo a su obra. La escena seleccionada se compone de dos de estos planos secuencia. Uno activo y uno pasivo, uno de descubrimiento y otro de observación. Una cámara asustada, y no es para menos, espera en uno de los paisajes desérticos que tanto le gustan a Angelopoulos. De la carretera aparece un gran camión que se detiene justo enfrente, a pocos centímetros de la lente, con un adulto y dos niños (niño y niña) en su interior. No sabemos por qué, pero intuimos que algo está por venir, un ambiente enrarecido se apodera del lugar y, pese a que de momento no hay signos de niebla, una bruma misteriosa comienza a aparecer mientras se abre la puerta del conductor. Un hombre que no despierta ninguna confianza se apea del vehículo sujetando lo que parece una cerveza. Afortunadamente, el camionero confirma que se va a la parte trasera a descansar, por lo que el espectador puede respirar aliviado, todavía desconcertado y sin saber qué le causa tanto rechazo en ese hombre de apariencia tranquila. Con un suave movimiento, la cámara acompaña al personaje hasta que su figura ha desaparecido tras el remolque. Sin embargo, la panorámica no cesa ahí como cabría de esperar, sino que continúa durante unos interminables segundos de incertidumbre hasta que, temiblemente, la misma figura tambaleante vuelve a aparecer tras el extremo opuesto mientras apura el último trago de su bebida. El siguiente plano es devastador. La acción se produce fuera de campo, oculta tras una terrorífica cortina mientras el tiempo avanza tan despacio que el proceso reflexivo se hace insoportable.
Durísima secuencia donde el silencio juega un papel tan importante como la propia imagen. El diálogo consiste en un inmenso vacío manchado por el color de la sangre. Y el recurso al que apela el realizador es el de obligar al público a ser partícipe de una pesadilla. No obstante, no toda esta sensacional película sigue esa tónica, en ella asistiremos al viaje iniciático de dos hermanos que aprenderán a ser adultos a marchas forzadas. Retrato generacional ideológico, una obra que, si conseguimos adaptarnos a sus fuertes contrastes, nos dará la posibilidad de disfrutar de su extremada belleza formal y su melancólica quietud, una de cal y una de arena.
6. El reportero (Professione: Reporter, 1975). Michelangelo Antonioni.
Con el neorrealismo aparecieron nuevas formas de expresión con las que se podían transmitir los sentimientos de sus protagonistas de manera mucho más efectiva que con cualquier otro ejercicio cinematográfico realizado en Italia previamente. Los planos secuencia estaban a la orden del día, se buscaba una larga trayectoria de movimiento para que la expresividad de cada toma se viera incrementada por su cadencia reflexiva. Sin embargo, las limitaciones “arquitectónicas” minaban en muchas ocasiones la libre expresión impresionista, por lo que los realizadores tenían que resignarse y cambiar de ángulo o de toma. Entonces aparece Antonioni con su escena de El reportero para darle una profundidad absoluta e ilimitada a su manifestación emocional. La secuencia muestra cómo la cámara, situada en el interior de una habitación, se va acercando poco a poco hacia una ventana. El espectador siente una claustrofobia incontrolable fundamentada por unos barrotes que nos separan del exterior. Pero la lente se sigue acercando a ellos impertérrita, lentamente para permitirnos contemplar y asimilar el espacio descubierto, pero sin detenerse en ningún momento. Una vez ha llegado a la altura de las barras de hierro, continúa durante unos instantes más —en lo que intuimos se trata de un gran uso del zoom—, cuando, para nuestra estupefacción, el movimiento se vuelve horizontal, la cámara está girando pausada e incomprensiblemente. Mientras tratamos de imaginar qué tipo de dispositivo periscópico tiene el director en la lente, un completo giro de 360º nos deja mirando, ahora desde el exterior, a la misma ventana en la que nos encontrábamos hace unos segundos. Esta escena causó sensación por su efectividad y complejidad técnica. El truco fue finalmente desvelado por el director que explicó el juego que había hecho introduciendo la cámara en una esfera transparente que colgaba de unos railes en el techo, y era posteriormente recogida por una grúa a la salida del habitáculo; para desilusión de los presos de todas las cárceles de Italia (y la tranquilidad de sus mujeres).
7. Magnolia, 1999. Paul Thomas Anderson.
El mundo que Paul Thomas Anderson compone en sus películas —un mundo de ficción por supuesto—, está lleno de coincidencias, accidentes y un sinfín de personajes que parecen forzar su destino a transcurrir mediante una serie de calamitosos avatares, producto de un fanatismo institucional que, por un momento, nos hace pensar que esa accidentada intencionalidad de su estilo resulta tan descaradamente contradictoria que tiene que ser la realidad pura. Magnolia comienza con un planteamiento descabellado: Un joven resulta asesinado por su madre (aparentemente de forma accidental) mientras trataba de suicidarse lanzándose al vacío. Al parecer, una malla protectora hubiera salvado su vida de no ser porque la madre disparó a la ventana de su apartamento con una escopeta (que creía descargada) en el mismo momento que el adolescente pasaba en caída libre por la ventana en cuestión. El propio muchacho fue quien recargó el arma unos días antes, veredicto: Madre acusada de parricidio y el difunto hijo acusado de cómplice de su propia muerte e intento frustrado de suicidio. Pese a lo dramático de la situación, la escena resulta hilarante, la caracterización de unos estereotipados y patéticos personajes, destinados al fracaso y a seguir representando el histriónicamente funesto circo que tienen por vida, se erige como una cruda crítica a la sociedad estadounidense de los perdedores, la clase “B” americana. La escena seleccionada esconde ese ácido humor en los diálogos (escasos pero incisivos) y las imágenes simbólicas y casi subliminales. Es una toma de apariencia sencilla, muy simple y clara en su presentación. Pero a su vez está llena de matices y adelantos de lo que posteriormente se tratará en profundidad, el interior de cada protagonista. Se sigue con ese intrincado movimiento de cámara descubridora que presenta personajes al tiempo que se van relacionando entre sí dentro de un edificio. Como todos los factores en esta película, por muy lejanos que parezcan, al final se relacionarán irremediablemente como expone la teoría de los “Seis grados de separación”, obteniendo un resultado de proximidad, pero a la vez de soledad absoluta.
8. Lost Chapter of Snow: Passion (Yuki no dansho - jonetsu, 1985). Shinji Sômai.
Si anteriormente mencionábamos la originalidad y dificultad técnica de Antonioni a la hora de realizar el plano secuencia escapista, del que premiábamos su complejidad por atravesar espacios físicos; el japonés Shinji Sômai no podría quedar fuera de nuestra lista con un plano secuencia que no sólo se mueve a través de diferentes escenarios y niveles con una sincronización y un equilibrio sensacionales, sino que también traspasa diferentes líneas temporales. Su larguísima toma de más de 13 minutos compone una historia en sí misma de varios días de duración. Es la completa destrucción del tiempo y el espacio como elementos restrictivos —como hiciera Lope en el S. XVII con Arte nuevo de hacer comedias—. Obviamente, a la espera de que los viajes en el tiempo se hagan efectivos —Christopher Nolan puede darnos la clave el 7 de noviembre—, este plano es axiomáticamente imposible de realizar. En realidad la secuencia consta de tres largas tomas unidas por un sutil movimiento de cámara imperceptible. La historia es la de una niña maltratada que encuentra la felicidad en una casa de acogida, donde comienza a formar parte de una nueva familia. Con el tiempo, la niña se verá envuelta en el asesinato de una de sus hermanastras, hecho desencadenante de una serie de trágicas desventuras que llevarán al cariñoso y protector padre de Iori a una insoportable lucha interna contra su conciencia y los fantasmas de las malas decisiones que le atormentarán desde el trágico suceso. La ausencia de música incrementa la importancia de los sonidos naturales que, junto con los sosegados movimientos de cámara, propiciará esa meditación tan sugerente en el cine nipón. La introducción de elementos oníricos y fabulosos escenarios pone al descubierto las intenciones de un director al que conocimos en occidente gracias a la proyección de su película, Moving (Ohikkoshi, 1993) en la categoría Una cierta mirada de Cannes.
9. Weekend (Week-end, 1967). Jean-Luc Godard.
La importancia en el cine de Godard (nos referimos a la primera etapa del director) reside, al igual que la del resto de realizadores de la Nouvelle vague, en la simplicidad de las formas, cómo de algo tan pequeño puede surgir una obra tan grande. Acciones cotidianas son presentadas buscando la reacción del espectador que se verá, de un modo u otro, reflejado en los personajes que las interpretan. Así pues, esta escena sirve para criticar a una sociedad burguesa impertinente, maleducada y con un desprecio absoluto hacia el resto del mundo. Todo comienza cuando un coche de alta gama llega al final de un largo atasco causado por algo que, en principio, desconocemos. Rápidamente el conductor comienza a adelantar, por el carril contrario, a los vehículos que esperan (con mayor o menor paciencia) poder salir del atolladero. En su interesado avance, el desconsiderado personaje va dejando atrás coches accidentados, remolques con animales peligrosos, vehículos en posiciones inauditas, y hasta un marinero enarbolando las velas de su navegación. Poco importa al protagonista que no se detiene en su despreciativo avance, sorteando obstáculos sin la menor dubitación y demostrando su falta de modales y civismo mientras se encara (tanto él como su atractiva acompañante) con el resto de enfurecidos conductores que les increpan denostadamente, no faltos de motivos.
La indignación del espectador irá en aumento, al igual que la de los ficticios personajes, durante los ocho minutos de secuencia. En su memoria aflorarán recuerdos del pasado en los que él mismo ha sido víctima de un atropello semejante y, en el fondo, contempla expectante la secuencia esperando que Godard aplique la justicia poética y le pare los pies al bárbaro. Pero no lo hará (al menos de momento), esto no es Hollywood, y al final de la hilera encontraremos un espantoso accidente que es el causante del embotellamiento, una espeluznante imagen que será completamente ignorada por el despreciable automovilista quien, sin mirar atrás, saldrá de la escena a gran velocidad. El realizador se inspiró en La autopista del sur de Cortázar para mostrar una sociedad encolerizada que sufre una pérdida de valores a marchas forzadas, por medio de una pareja de indeseables en el interior de un coche (posteriormente veremos que son igual de indeseables fuera de él). Toda una declaración de principios.
10. El Sur, 1983. Víctor Erice.
En última posición (pero no por ello la menos importante) hemos situado a Víctor Erice. Un director español que supo desenfocar el cine tradicional y nacionalista que existía (y sigue existiendo) en nuestro país. Su forma de entender el lenguaje cinematográfico se asemeja a esa atemporalidad que otorgábamos a Béla Tarr, un estilo demoledor y crudo que, pese a estar contextualizado en momentos determinados de la historia española, no deja que los avances o las “modas” condicionen su percepción del cine. La escena seleccionada representa perfectamente ese estilo narrativo, ausente y simbólico, contradictorio en tanto que muestra imágenes muy relacionadas con el folclore nacional, pero a la vez las desmitifica mediante la utilización de una simbología muy elocuente. Así, esta escena semi-onírica, que será eternamente recordada (dentro y fuera del filme) mediante locuaces recursos meta-cinematográficos, resulta una de las piezas clave para la comprensión final de su mensaje. Un padre y su hija bailan un pasodoble frente a la atenta mirada de su animada familia. La cámara parte de la corona de flores que reposa sobre la silla presidencial, y va retrocediendo lentamente hasta que se muestra en pantalla a todos los personajes. El animado sonido del acordeón rompe con la sobriedad rural inherente en el cine de Erice, y sólo se verá interrumpido, o mejor dicho acompañado, al final de los dos minutos de plano, por los acompasados vítores del resto de participantes sentados en la mesa, para enfatizar los últimos compases del enternecedor baile. Volviendo en ese momento al plano de partida mediante un movimiento de cámara idéntico pero a la inversa que el que abrió la toma. Sensacional secuencia de una cinta que se perfila como una de las mejores joyas de nuestro cine y pone de manifiesto la impecable dramaturgia de todo un artesano de la composición. Una atmósfera insuperable.
documentación y artículo| Alberto Sáez Villarino (Dublín)
edición| Emilio Martín Luna (Cáceres)