El precio de la redención
crítica de Locke | de Steven Knight, 2013 | ★★★★
No hace mucho comentaba Javier Marías en uno de sus artículos (Juro no decir nunca la verdad) el firme propósito que se autoimpuso su padre de no mentir bajo ninguna circunstancia. El propio escritor desconoce si el Sr. Marías —fallecido en 2005— cumplió rigurosamente su promesa hasta el final de sus días, lo que está claro es que semejante iniciativa parece cuando menos improbable en estos tiempos que corren, donde el embuste es el dialecto más hablado y extendido del siglo XXI y se busca la cooperación ciudadana para un “entendimiento” mutuo basado en la distorsión de la realidad. De esta manera, las personas —con este arraigado y dudoso sentido de la franqueza— sienten la necesidad imperiosa tanto de mentir, como de ser mentidas, buscando la adulación falaz y llegando a considerar, en ocasiones, la verdad como una falta no sólo de discreción, sino también de educación. Locke, que toma el nombre de su único protagonista (físico), Ivan Locke, muestra precisamente un hombre que se ha propuesto, aunque sea exclusivamente por una noche, incurrir en este desconsiderado comportamiento con el objetivo de redimirse por un fallo —único— que cometió y mantiene atormentada su conciencia.
La trama discurre íntegramente en el interior de un vehículo, un ejercicio de estilo minimalista que, representado mediante una fotografía nocturna centrada en primeros planos y el reflejo de las carreteras de Londres sobre las ventanillas transparentes, pone a prueba la capacidad narrativa de Steven Knight y su competencia para no faltar al principal (e inexcusable) mandamiento que el maestro Billy Wilder proclamó como imperativo en cualquier empeño de transmitir una historia: «No aburrirás». Y no aburrir enfocando la cara del mismo hombre (Tom Hardy) en el mismo lugar (el cómodo asiento de su BMW X5) durante una hora y media no parece tarea fácil, sin embargo, el director se las ingenia para ir añadiendo persuasivos elementos a la trama para que ésta tenga finalmente el mismo efecto que la lectura de un apasionante relato de Poe o del propio Javier Marías, donde lo reducido del espacio descrito no hace sino incrementar el atractivo del argumento. Ya en 2010 el español Rodrigo Cortés intentó algo muy similar con Buried (Enterrado); las grandes limitaciones espaciales de ambos filmes los llevan a ser objeto de una irremediable comparación, si bien es cierto que el objetivo de Cortés era el buscar una percepción claramente claustrofóbica, Locke parece más orientada al agotamiento anímico del espectador frente a situaciones de estrés; y lo ejecuta sin la necesidad de recurrir a la descarada, pero eficaz, demagogia que predominaba en la mencionada Buried. El teléfono vuelve a ser el catalizador del guion (trabajo del propio Knight), al igual que fue el principal aliado de Ryan Reynolds en su desesperado intento de escapar del ataúd en el que se encontraba; agravando esa sensación de ansiedad producida por una insistente llamada en espera, la pérdida del control tangible de la situación, o la angustiosa tensión producida por un corte en la línea —voluntario o involuntario— sin haber podido concluir la conversación, dificultando enormemente el principal propósito del artefacto móvil: la comunicación.
Es el bueno de Ivan un jefe de obra de confianza, el hombre en el que todo el mundo piensa cuando hay que realizar un trabajo delicado que requiera de responsabilidad y eficacia, querido por sus jefes, compañeros y familia, es el paradigma de persona modélica. Por eso sorprende tanto que, con la inminencia del trabajo más importante de su carrera, donde está en juego una pérdida de 100 millones de dólares, el capataz decida ausentarse tanto de su puesto de trabajo, como de sus tareas como marido y padre, con una convicción tan fuerte que hace pensar que algo terrible haya podido pasar. Poco a poco, y por medio de esas charlas telefónicas, nos enteraremos de qué motivo (o error) es el que ha llevado al protagonista a tomar tan drástica medida. Con la serenidad y el aplomo dignos de alguien acostumbrado a lidiar con situaciones de gran tensión, Locke se dispone a atravesar la séptima grada —correspondiente a los pecados relacionados con la lujuria— del purgatorio representado por Dante en la Divina comedia, con el fin de eximirse de su yerro y expiar sus fallos. Para ello es necesario no volver a utilizar la mentira, ni tan siquiera la omisión intencionada de cualquier detalle, en su empeño de atravesar esas llamas purificadoras que lo separan de su bienestar personal. Hardy realiza un trabajo espectacular en el papel de un hombre cuya entereza le puede costar la vida tal y como la conocía hasta el momento y que, pese a ello, no está dispuesto a renunciar a sus responsabilidades (aunque sea de manera ausente), sin importarle si es condecorado o condenado por sus acciones. Lo único que le preocupa llegado este punto es alcanzar a tiempo su destino, por supuesto, respetando en todo momento los límites de velocidad. Esa calma absoluta con la que el personaje atiende cada llamada —siguiendo el sabio consejo de contar hasta tres antes de actuar—, alternando entre asuntos personales y profesionales sin dejar que la gravedad de la situación interfiera en la calidad del mensaje, se irá transformando paulatinamente en un desorden transitorio de la personalidad a modo de figura paterna invisible (por no hacer mudanza en su costumbre, que decía Garcilaso) que viaja en el asiento trasero de su coche, actuando de foco canalizador de toda esa ira e impotencia mediante inusuales soliloquios destinados a la exégesis idiosincrática de su persona.
Una vez llegados a este entendimiento, conectaremos con el personaje, nos meteremos en su piel y sufriremos con cada una de sus honradas decisiones hasta el punto de transformar esa empatía en exasperación y un indómito deseo de que termine su penitencia y arregle la situación de la única manera que creemos podría funcionar: mintiendo. El mensaje final será tan claro como diferente para cada persona que lo interprete. Todo dependerá de lo que nosotros consideremos como lo más importante y, por ende, por lo que merece la pena luchar; e irá desde los categóricos: “mentir está bien”, “mentir está mal” o “mentir es necesario”, hasta los relativos: “mentir está mal pero puede estar justificado”, “mentir es perdonable siempre que no exista reincidencia” o, “mentir o no mentir, that is the question”. | ★★★★★ |
Alberto Sáez Villarino
Dublín (Irlanda)
Reino Unido. 2013. Título original: Locke. Director: Steven Knight. Guión: Steven Knight. Productora: Coproducción Reino Unido-EEUU; IM Global, Shoebox Films. Fotografía: Haris Zambarloukos. Música: Dickon Hinchliffe. Montaje: Justine Wright. Intérpretes: Tom Hardy, Olivia Colman, Ruth Wilson, Andrew Scott, Ben Daniels, Tom Holland. Presentación Oficial: Mostra de Venecia 2013 (Fuera de competición).