Ojo por ojo, diente por diente
crítica de Big Bad Wolves | de Aharon Keshales y Navot Papushado, 2013
Que el actual enfant terrible de Hollywood Quentin Tarantino es una personalidad que mueve legiones de admiradores es algo público y notorio. Que sus declaraciones y criterios son tenidos muy en cuenta, también. Por esta razón, lo mejor que le puede suceder a una producción humilde y alejada de la industria del calibre de la israelí Big Bad Wolves (2013) es que sea citada por el director de éxitos como Pulp Fiction o Django desencadenado, nada más y nada menos, como el título que más le ha gustado de todo 2013. ¿Consecuencias? Millones de ojos se volvieron hacia este pequeño filme que, en otras circunstancias, habría pasado inadvertido para el gran público. La pregunta que debemos hacernos entonces es, ¿verdaderamente es merecedora la película de unos elogios tan entusiastas de boca de uno de los genios del cine moderno? La respuesta es, en este caso, un rotundo sí. El propio Tarantino demostró con su ópera prima Reservoir Dogs allá por el ya lejanísimo 1992 que no es necesario un gran presupuesto para lograr una magnífica película, supliendo la economía de medios por un desbordante talento para el guión y una creatividad a prueba de bombas. Esta consigna es la que parece haberse aplicado los directores Aharon Keshales y Navot Papushado en su segundo trabajo para el cine tras su debut en 2010 con la comedia de terror Rabies, donde ya apostaron por un cine de género que se salía totalmente de los cánones del tipo de películas que nos suele llegar de Israel.
Big Bad Wolves agarra fuertemente al espectador desde su fabulosa escena de apertura, en la que vemos a cámara lenta a unos niños jugando al escondite en los alrededores de un edificio abandonado, para revelarnos a continuación la desaparición de una pequeña del grupo, la cual aparece asesinada posteriormente en un descampado, con claros síntomas de haber sido víctima de abusos por parte de un psicópata pedófilo. Micki es el detective de policía encargado del caso, empleando métodos un tanto alejados de la legalidad para conseguir desenmascarar al asesino. Las primeras pesquisas llevarán a la policía hasta Dror, un introvertido profesor de instituto los agentes torturan con la intención de sacar (sin éxito) una confesión de culpabilidad, teniendo que soltarle finalmente ante la falta de pruebas. Por su parte, Gidi, el padre de la niña muerta, no está dispuesto a quedarse sentado, por lo que planea su propia venganza contra el hombre al que cree culpable de su tragedia. Estas tres personas acabarán convergiendo en el interior del sótano de una casa alejada del mundanal ruido, en el cuál no tendrán cabida ni las leyes ni la piedad y donde las figuras de víctima y verdugo se confundirán con cada nuevo acontecimiento. Sorprende el filme de Keshales y Papushado por la turbiedad de su argumento y la ambigüedad moral de su mensaje, algo que comparte con otra película de muy similares características con la que ha coincidido en el tiempo, la también magnífica Prisioneros (2013, Denis Villeneuve). Ambas plantean el dilema que se les presenta a unos padres a los que se les ha arrebatado a sus hijas en circunstancias violentas y deciden tomarse la justicia por su mano. La diferencia radica en que la cinta israelí está salpicada de unas inesperadas dosis de humor negrísimo que contrasta enormemente con la gran carga de violencia explícita de algunas de sus imágenes.
Mérito de su ingenioso guión es que este difícil cóctel funcione con la precisión de un reloj suizo, haciendo que al espectador se le quede congelada la sonrisa en la cara en más de un momento ante la irrupción inesperada de sus pasajes más salvajes. Los tres personajes principales (más un cuarto cargado de sorpresas y que se adueña de algunas de las mejores escenas, el padre de Gidi y abuelo de la niña) están muy bien perfilados y magníficamente interpretados por unos actores en estado de gracia. Gracias a ello, la película logra que el interés y la tensión se mantengan durante todo el metraje, a pesar que la mayor parte de la acción se desarrolle en un espacio cerrado. Sin duda, Tarantino ha tenido buen ojo al respaldar este trabajo que, casualmente o no, parece homenajear a Reservoir Dogs y su escena más famosa, la de la terrible tortura (con mutilación incluida) al policía. Por ello, Big Bad Wolves podría definirse como un feliz cruce entre la violencia del cine de Tarantino y la capacidad para extraer la máxima ruindad de los personajes más sencillos de los hermanos Coen en Fargo (1996), con la que también comparte su gusto por el humor macabro. Estas influencias están tan bien asimiladas que el conjunto termina teniendo una gran personalidad propia. Puede que el título de mejor película del año sea un tanto excesivo pero sí es verdad que Big Bad Wolves es una obra sorprendente en todos los aspectos, desde su estupendo acabado formal (inaudito en un producto de su modestia) hasta su perfección narrativa, en donde los guionistas juegan con el espectador a su antojo hasta llevarle a uno de los desenlaces más perturbadores del cine negro de los últimos años. Peliculón, sin duda. | ★★★★★
José Antonio Martín
redacción Canarias
Israel. 2013. Título original: Big Bad Wolves. Directores: Aharon Keshales, Navot Papushado. Guión: Aharon Keshales, Navot Papushado. Productora: United Channel Movies. Fotografía: Giora Bejach. Música: Haim Frank Ilfman. Montaje: Asaf Korman. Intérpretes: Lior Ashkenazi, Rotem Keinan, Tzahi Grad, Menashe Noy, Dvir Benedek, Kais Nashif.