La constante
crítica de Al nacer el día | Kad Svane Dan, de Goran Paskaljević, 2012
Nacer y no olvidar. Esa pudiera ser la constante en el cine de Goran Paskaljević. Razones no le faltan. Ya en su etapa de formación, en la antigua Checoslovaquia, se topó con la censura comunista y aprendió a huir. La mirada atrás, desde entonces, se convirtió en su primer gesto, y, por tanto, el eje de lo que plasmaría su cámara. Es por ello que gran parte de su filmografía se centre en los estragos que generó la Guerra de los Balcanes. Tanto en sus años venideros, repletos de tensión, como la dura etapa de reconstrucción. Un proceso aún latente y que finalizará, tristemente, cuando el último miembro de la generación más joven que vivió el conflicto deje el mundo de los vivos. El prisma con el que se acerca este veterano de ya 66 años, no entiende de géneros ni de razas. Supone la delineación de una nación, sin atender a ideologías ni doctrinas. Repta como un documentalista en el conflicto; se moja sin tocar el río. Un cronista convertido en realizador y que rompe el molde separándose de autores –y excompatriotas— como Kusturica, Žbanić o Tanović. Lo suyo es el dolor, la ira, los sentimientos más viscerales que conforman el efecto de ese gesto inútil llamado Guerra Civil. Las interpretaciones, para el espectador. Valga como muesca el inmenso y complejo final de Sueño de una noche de invierno (San zimske noci, 2004). Desgarro y desesperanza. No hay otra alternativa. Sólo tiempo y vacío. El futuro, si existe, es cosa de otros. Y ahí el pasado ya será cuestión de libros de Historia. Algo a lo que Paskaljević se resiste a golpe de lente. En su último proyecto va más allá del leitmotiv de su filmografía. Recorre tres cuartos de siglo para arrancar el germen que incubó décadas posteriores tras la II Guerra Mundial. La lenta descomposición de una región que tuvo su episodio final al comienzo de los noventa. Cómo el nazismo puso la primera piedra. Cómo el hombre no perdona pero sí olvida.
Al nacer el día (Kad Svane Dan, 2012) responde a los estilemas clásicos de su autor. Producción y realización austera, cromática árida y personajes que, en un momento clave de sus vidas, deben cambiar de sentido bruscamente. Este es el caso de Misha Brankov, un recién jubilado profesor de música que, en sus ratos libres, ofrece apoyo al crisol del extrarradio singudinense, en forma de clases particulares a los más jóvenes. La clásica sonrisa bonachona de Brankov se invierte tras una revelación que demolerá los cimientos de su memoria y que le trasladará al epicentro dramático de la segunda gran guerra en territorio eslavo. A través de varios flashbacks y ensoñaciones, Paskaljević pone el dedo en la llaga sobre los males actuales de la sociedad serbia. Visita al pasado de forma brusca, incluso torpe, para demostrarnos que al presente ya poco le importa. En esta articulación tan simple se mueve la esencia del filme. También sus virtudes y defectos. La emoción que emana el personaje principal choca en ocasiones con una narración demasiado evidente, lastrada por una retórica anquilosada por un planteamiento algo pedestre. La falta de riesgo podría considerarse su mayor defecto, teniendo en cuenta el poderoso punto de partida, pero, tras el fundido a negro, es fácil comprender que hemos presenciado un cuento moderno. Una historia que podría haber elucubrado un Dickens nacido en Niš –el lugar donde se crió el cineasta— y que contiene una obligada carga moral. El homenaje que Brankov pretende otorgar a los judíos en ese purgatorio terrenal de la Plaza de la República de Belgrado eso sólo una elipsis ciclópea que apunta al ciudadano medio de su país. «No dejéis de mirar atrás», supura cada frame. El gesto indiferente del hijo de éste o la de su alumna aventajada en el coro es la representación llana del acomodado ciudadano exyugoslavo actual. Y, por ende, de la población occidental. De nada vale el óxido y la sangre.
Pero no es el único mensaje en la botella que nos envía Paskaljević. El más evidente, la reivindicación las clases bajas y las etnias que conforman la raíz serbia. El reverso de aquellos tiránicos ocupantes en los cuarenta del canon ario. El nacionalismo positivo expresado a través de la música, con ese timbre tan característico del folklore balcánico. Donde el legado, con lo bueno y lo malo, está salvaguardado. El director le otorga, con acierto, el poder de la lucidez. Siempre a través del lamento viviente en las capas más activas de la memoria. Y usando como canal a ese entrañable docente, personificado por un estupendo Mustafa Nadarević –valga la paradoja, de nacionalidad bosnia y de creencias musulmanas— que ya cercano al ocaso de su vida lucha por recuperar una ingenuidad que hasta ese instante jamás creyó haber perdido. Al nacer el día representa los males de la Europa meridional. Naciones divididas, cuyo capital cultural perece al intentar equiparse al lustroso progreso del Norte; dónde matar al vecino a palos no ha valido ni valdrá. Porque entre tanto civismo impostado se esconde un profundo sentimiento de desprecio a lo diferente. Marcado por el estatus económico, ideológico o espiritual. No hay lugar para la piedad. Sólo para el presente. El presente eterno. Paskaljević concentra todos sus esfuerzos en hacernos sentir las dos caras de la moneda. Poco importa ese envoltorio rugoso y precipitado. La verdad en 90 minutos. El cine como un apócrifo libro de Historia Contemporánea. | ★★★★★ |
Emilio Luna
Redacción Extremadura
Serbia, Francia, Macedonia, 2012, Kad Svane Dan. Director: Goran Paskaljevic. Guion: Filip David, Goran Paskaljevic. Productora: Arsam International. Presentación oficial: Seminci 2012 (Sección Oficial). Música: Vlatko Stefanovski. Fotografía: Milan Spasic. Intérpretes: Mustafa Nadarevic, Mira Banjac, Zafir Hadzimanov, Predrag Ejdus, Meto Jovanovski, Toma Jovanovic, Rade Kojadinovic, Olga Odanovic, Nada Sargin, Nebojsa Glogovac.