INFINITUD DE COSAS PARA MOSTRAR LA FINITUD DEL TODO
crítica de Teorema cero | The Zero Theorem, Terry Gilliam, 2013Un hombre camina solo a través de las sombras y la niebla en busca del santo grial, de la salvación espiritual o del sentido de la vida. Planos contrapicados y cortes bruscos transmiten su confusión y su desasosiego, mientras avanza a trompicones hasta un lugar a priori recogido en el que personajes seductores y extravagantes le han tendido una trampa. Ésta puede ser una escena de cualquiera de las películas de los Monty Python, pero tampoco se alejaría mucho de lo que nos encontramos al ver The Zero Theorem (2013), presentada hace semanas en Venecia y dirigida por su miembro de mayor recorrido. En este sentido Terry William no habría cambiado tanto su forma de entender el cine, aunque algunos detalles son significativos: en Monty Python y el Santo Grial (Terry William & Terry Jones, 1975) hay otra escena fabulesca en la que un jinete se mueve al compás de un caballo invisible. Falta de presupuesto o sátira ingeniosa, el dato revela en cualquier caso la invisibilidad de un atrezzo que se contrapone con la atmósfera cargante de los posteriores filmes de Gilliam. El humor ligero y desinhibido también se ve sustituido por una gravedad metafísica y filosófica que va creciendo con cada proyecto del director, hasta desembocar en este último trabajo donde desaparece todo gag verbal. Hay que precisar con todo que este es uno de los pocos casos en los que el ex–Monty Python no realiza un guion propio, sino que éste corre a cargo del debutante y profesor Pat Rushin. Pero el libreto está a la medida de la visión de un cineasta que lo abarca todo, con un estilo en parte excesivamente reconocible y en parte llamativo y sorprendente que en cualquier caso parecería más acorde a una narrativa ambientada en el pasado que quiere a toda costa que no nos la tomemos en serio, que a otra ambientada en el futuro que pretende todo lo contrario.
En efecto, Rushin y Gilliam desarrollan aquí una alegoría sobre el vacío de nuestra existencia, plasmándola en la alineación física e intelectual de un hombre calvo y esquizofrénico llamado Qohen Leth. El mismo habita una iglesia gótica abandonada y se emplea en una compañía futurista frente a una pantalla de videoconsola, aunque lo que quiere es pasar todo el tiempo en aquella y no en ésta. Por eso le insiste a su supervisor que hable con la omnipresente y anónima “dirección” (a salvo el cameo de Matt Damon) y le encarguen un trabajo exclusivamente a domicilio, que termina siendo el de resolver un teorema imposible que demuestre la contracción inevitable del universo. Un Christoph Waltz entregado interpreta a Leth, individuo traumatizado e insensible igualmente entregado a su misión aritmética y virtual, cuyos resultados se esperan periódicamente y cuyo cumplimiento se graba las 24 horas del día por unas cámaras de vigilancia instaladas en ese bazar catedralicio que Leth ha convertido en su hogar. Demasiada presión para quién, pese a las apariencias, es un ser humano, como lo demuestra su relación incipientemente amistosa e indirectamente paternofilial con el hijo de la “dirección” (Lucas Hedges) o su relación inicialmente sexual y trágicamente amorosa con Bainsley (Mélanie Thierry), una prostituta de falso colorido e igualmente ilusorio acento francés teniendo en cuenta su nombre anglosajón.
Esta última protagoniza una subtrama romántica que nos libera un poco el corazón frente a la opresión que ejerce sobre nuestro pecho el resto del metraje. En él asistimos a una agotadora pero efectiva representación de la depresión, en todas sus acepciones: efectiva precisamente por su carácter agotador. Aunque para ello se utilicen recursos reiterativos que acentúan la sensación de reciclaje, el efecto es abrumador, como no podía ser de otra forma ante la contemplación del vacío mental y la insignificancia atómica de una vida. El agobio es manifiesto y oportuno ante el comportamiento acuciante e invasor de unos prójimos que forman parte de una sociedad artificial y digitalizada, tanto que el consuelo de la auténtica soledad y el genuino placer también debe encontrarse en una realidad paralela que se enchufe a nuestras neuronas. Por eso compartimos el temor de Leth mejor que el de otros personajes salidos del hiperactivo cerebro de Gilliam, y existe una consonancia entre ese interior y el exterior de la imagen. Incluso los agujeros que puedan señalarse en un guion repleto de referencias científicas se ven reemplazados por literales agujeros negros en la pantalla.
La visualización de esas espirales cósmicas, así como los paréntesis musicales y soleados que comparten Leth y Bainsley, culminan el impacto de una cinta que goza de importantes valores de producción, como ya es habitual en la obra de este cineasta pero no por ello menos meritorio. Los decorados más costosos son por lo demás inteligentemente usados, desde contadas perspectivas generales o en planos más cerrados para que el presupuesto no se dispare, mientras que el vestuario y los artefactos que redondean el atrezzo son oportunamente anacrónicos, aportando una visión del futuro mucho más creíble que la de la mayoría de películas de ciencia ficción recientes que además disponen de mayor financiación. En ellas a menudo ocurre que determinados objetos se materializan con una tecnología puntera y aun desconocida mientras que otros en cambio, como los vehículos o herramientas más secundarias, conservan sus características actuales. Siguiendo con ese ejemplo concreto, en The Zero Theorem los coches que se ven en la calle son uniformes y eléctricos, cuidándose por tanto el equipo artístico de ofrecer un mundo tan alternativo como inminente. La excepción más notable sería la del personaje del joven Hedges, que viste como cualquier estudiante de hoy en día e incluso en una ocasión desembucha un iPhone, pero su caracterización retro en comparación con las demás nos apunta a una afortunada excepción que confirma la regla. En consecuencia, resulta que el estilo de Gilliam, coherentemente plasmado como en este caso, sí puede servir también para ilustrar un paisaje moderno en que las risas, la luz y el amor casi se han desvanecido; y en el ya casi todo está al alcance de nuestra mano y nuestros ojos y nada permanece abierto a la imaginación. ★★★★★
Ignacio Navarro.
enviado especial a San Sebastián | 61ª edición del Festival de San Sebastián | crítico cinematográfico.
Estados Unidos, Rumanía, The Zero Theorem, 2013. Director: Terry Gilliam. Guion: Pat Rushin. Productora: Voltage Pictures / The Zanuck Company / Zanuck Independent / MediaPro Pictures. Fotografía: Nicola Pecorinii. Musica: George Fenton. Montaje: Mick Audsley. Intérpretes : Christoph Waltz, Mélanie Thierry, David Thewlis, Lucas Hedges, Matt Damon, Tilda Swinton.