FERVOR EFERVESCENTE
crítica de Fill the Void | Lemale et ha’halal, Rama Burshtein, 201248º Festival de Karlovy Vary
Hoy en día casi todo comentario de tinte religioso viene acompañado de un subtexto, de un contraste con la otra cara de la moneda. La crítica puede estar dirigida hacia uno u otro bando y ser más dura o más blanda, pero en un mundo implacablemente secularizado las creencias dogmáticas o bien se combinan con otros aspectos igualmente dogmáticos o bien se enfrentan con ellos desde un fanatismo tan temible como martirizado. Las representaciones religiosas se ven por tanto debilitadas en su excepcionalidad pero pueden verse reforzadas en su alcance, incluso cuando su papel se vuelve más esporádico y secundario: véanse para mayor concreción las manifestaciones artísticas navideñas o las conferencias de prensa del episcopado. En otras palabras, la religión ha pasado de dominar focos cerrados, podríamos aventurar que autárquicos, a tener que convivir necesariamente con ateos o agnósticos, con paisanos infieles o con trabajadores indiferentes. Hay con todo excepciones, comunidades que con admirable estoicismo se mantienen al margen de toda costumbre, actividad o enseñanza que vaya en contra de su devoción. Los conventos y templos siguen en pie y existen incluso sociedades anacrónicas como la retratada por Carlos Reygadas en aquella obra maestra titulada Luz silenciosa (2007). Resulta oportuno traer este título a colación porque el que es ahora objeto de este texto recuerda en varias cosas a aquel, aunque en éste ya no encontramos monjes o menonitas aislados sino judíos ortodoxos que viven en el epicentro de la capital israelí.
Lemale et ha’halal (Fill the Void, 2012) tiene pues, de partida, un interés único. Tanto su directora como parte del equipo de la película forman parte de esta dominante minoría, caracterizada livianamente con pesados y ancestrales atuendos y con rezos acalorados y profundos. La misma es aquí ilustrada por unos cuantos personajes espiritual y familiarmente unidos, recogidos sobre todo en los interiores de su casa o su iglesia pero también en lugares comunes como la calle o el supermercado. No se pretende sin embargo establecer directamente una contraposición entre su forma de ser y la de los demás, pues por un lado es como si estos no existieran y por otro la historia que nos narra Rama Burshtein se basa en emociones con las que todos nos podemos sentir identificados. Antes de entrar en dicha narrativa conviene entonces destacar ya el acierto de esta cineasta debutante al mostrarnos una superficie que para muchos resultará original y llamativa pero que para ella y otros responsables del filme es totalmente cotidiana: de esta manera Burshtein alcanza un resultado exquisito, lo menos cutre que se pueda imaginar, apoyándose con todo en una temática conocida que no exige mayor riesgo ni presupuesto.
En efecto, la historia arranca con las pretensiones maritales de una joven bella y virginal, que sin embargo se ven trastocadas por la muerte de su hermana mayor. Ésta deja a un bebé recién nacido y a un viudo tan maduro como inocente, y entonces la madre de la protagonista cree oportuno colmar ese vacío con un nuevo e inesperado matrimonio: el de esa hija menor con ese hombre al que consideran también parte de la familia. La trama se centra a partir de ahí en el tormento de aquella, debatiéndose entre el cariño que siente por su sobrino o el afecto que igualmente se ha ganado su hasta entones cuñado y el dictado de su conciencia o la perspectiva de un futuro prematuramente clausurado. A esos dilemas amorosos y morales se apuntan por lo demás personajes secundarios como otra hermana solterona o el rabino/padrino del grupo, aportando otros puntos de vista sobre este conflicto general del casamiento aunque sigan perteneciendo al reducido espacio familiar que enmarca la narración. En este sentido, Burshtein tiene muy claro lo que nos quiere contar y ello se nota en la naturaleza tan impulsiva como decidida de su metraje de hora y media: tal intención resolutiva queda incluso apuntada por el imperativo de su título.
Por otro lado, cada uno de los citados personajes ve las cosas de una manera plenamente razonada y razonable, midiendo cada uno de sus gestos y entregándose a la confianza mutua que existe entre ellos. Un momento significativo, que para muchos podría resultar de un atrevimiento indecoroso, es aquel en que la madre le explica a su yerno por qué quiere que él se case con su hija pequeña. Otros ejemplos más desarrollados los encontramos en las conversaciones a solas entre ese hombre y esa mujer, con diálogos que expresan sentimientos espontáneos y auténticos y que a la vez esconden una pasión más fuerte y latente, frenada por la mesura externamente impuesta y por la vergüenza candorosamente sufrida. De hecho la película se mueve en esa ocasionalmente sutil frontera entre lo racional y lo pasional, con un estilo visual luminoso y preciso, de composiciones tan bellas y cercanas como restringidas y transparentes. Al margen del contexto ya mencionado la fotografía es efectivamente lo que más llama la atención en este filme, aunque el mismo también extrae su fuerza de una vibrante y folclórica banda sonora o de las sentidas interpretaciones de sus actores, en particular la de Hadas Yaron a cargo de la confundida y tierna protagonista. Esta actriz también debuta con plena fortuna en este largometraje, con un esfuerzo brillante que la hizo ganadora de la copa Volpi en el pasado festival de Venecia. Fill the Void irradia pues una luz sorprendente desde varios sitios, elemento cuya identificación no hace sino reforzar la idea de que se trata de una película tan distintiva como primitiva, similar a un faro blanco en medio de un océano revuelto. ★★★★★
Ignacio Navarro.
enviado especial a la República Checa | crítico cinematográfico.