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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | La gran belleza

    La gran belleza

    BELLEZA IMPERFECTA

    crítica de La gran belleza | La grande bellezza, Paolo Sorrentino, 2013

    48º Festival de Karlovy Vary

    La cámara se mueve flotando, recorriendo antiguas estatuas blancas como en el inicio de El gatopardo (Luchino Visconti, 1963), aunque con más precipitación, hasta mostrarnos a un grupo de turistas japoneses contemplando un monumento en cuyo interior canta un coro de mujeres, rígidas y vestidas de un liso negro como si también fuesen estatuas. La cámara sigue moviéndose de la misma forma, y el montaje se va entrecortando, de forma que ahora el estilo nos remite enseguida al de Terrence Malick, referencia cada vez más obligada entre los directores contemporáneos. Entonces uno de los turistas se aparta del grupo y contempla la ciudad de Roma a sus pies, hasta derrumbarse, muerto: la vida mortal y el arte deificado resultan incompatibles. Pero la agitación y la música no se detienen, pues el día se hace noche y entramos de lleno en el frenesí de una fiesta loca, sexual, exuberante, mientras el remix Far L’Amore, a cargo de Bob Sinclar y Raffaella Carra, retumba reiteradamente en nuestros oídos. En pocos segundos se ha pasado de una antigüedad engañosamente inerte a la modernidad más desenfrenada, retratadas en sendas secuencias que muestran la cara más grotesca del encanto y de la erudición que nos suscitan ambas épocas. Las dos componen además aproximadamente el primer cuarto de hora de La gran belleza (La grande bellezza), presentada con reacciones efusivas en el pasado festival de Cannes del que, lo adelantamos ya, injustamente se fue de vacío.

    En efecto, el último trabajo de Sorrentino es sin duda un trabajo mayor, irregular y extravagante pero también asombroso y bellísimo. Pues en definitiva, como su propio título indica, en él se trata de encontrar la gran belleza, ese placer esfumado que persigue sin éxito su protagonista, un periodista maduro pero juerguista, a la vez cansado e incansable. Toni Servillo se mete en su carne y la película sigue sus paseos y encuentros con varios personajes, al tiempo que discurre por las distintas facetas que pueden satisfacer el objetivo de ese personaje: la belleza física (principalmente a través del cuerpo femenino), la mundana (a través de la diversión nocturna), la artística (a través de estatuas, cuadros u otras obras de arte) o la espiritual (a través del mundo religioso). La irregularidad de la cinta se debe por tanto a esa estructura un tanto episódica pero también a los numerosos cambios de ritmo y tono, incluso de planificación técnica (desde sosos planos y contraplanos hasta elaborados planos en movimiento) y de banda sonora (combinando la ya mencionada canción con piezas como My Heart’s in the Highlands, de Arvo Pärt; o The Beatitudes, de Vladimir Martynov), aunque esta heterogeneidad pueda justificarse precisamente por la diversidad de “bellezas” que se pretenden mostrar.

    La gran belleza

    Además, hay un elemento muy presente que armoniza un tanto este discurso y que le otorga una naturaleza incluso más preciada, y es que la película es en gran parte un homenaje al cine de Federico Fellini. Al margen de las referencias ya citadas, la más clara se encuentra efectivamente en el nombre del maestro italiano, del maestro del surrealismo más burlesco y seductor. Sorrentino nos vuelve a ofrecer una visión sardónica de una sociedad decadente poblada por personajes extremos: capitalistas corruptos, cardenales gastrónomos, monjas vírgenes y centenarias, enanos, prostitutas, demás mujeres provocativas y un protagonista que también puede calificarse de cínico, abstraído y contemplativo. Sus conversaciones con los demás seres de su entorno a menudo no tienen pausa y tratan sobre temas entre triviales y existenciales, cuestiones que él toca arrastrando constantemente las palabras, con tanta confianza como desapego. Su nombre es Jep y su carácter nos remite directamente al de un Marcello Mastroianni entrado en años y trasportado a nuestro siglo, aunque Servillo evidentemente aporte su propio bagaje actoral.

    Por nombrar un ejemplo concreto de esta inspiración felliniana, en la última parte del metraje hay una cena en el piso de Jep a la que han sido invitados el cardenal y una monja centenaria que ha acudido a la capital italiana para recibir una santa condecoración, comensales a los que se unen otros amigos del protagonista y entre ellos su jefa editora enana. Hay entonces un momento de la velada en la que nadie sabe qué decir exactamente y quedan pendientes del habla de la anciana religiosa, que tras unos segundos de suspense pronuncia unas breves palabras que dejan a sus oyentes un tanto perplejos. Dicho momento parece en efecto sacado directamente de una película de Fellini, pues además anticipa un nuevo intento infructuoso de Jep por entablar conversación con el cardenal, detalle que nos remite de una forma patente a aquellos análogos intentos del director Guido en 8 ½ (Federico Fellini, 1963). Y entre medias hay una escena en la que un centenar de cigüeñas se alojan en la terraza de Jep, descansando de su vuelo migratorio, y solo reanudan el viaje cuando la misteriosa y vetusta monja sopla en su dirección. Este es uno de los numerosos instantes de la cinta que mezclan el surrealismo y el encantamiento, y que añaden complejidad a una narrativa cuyo placer reside igualmente en encontrar esos múltiples guiños al cine transalpino.

    La gran belleza

    Existe por tanto otra cara de esa belleza tan ansiada, que no es otra que la cinematográfica. El contenido de la película adquiere así un inevitable metalingüismo, reforzada por la ocasional voz en off de Jep hablándonos directamente a nosotros, con su mirada dirigida hacia la cámara. Sorrentino pretende pues dialogar en cierta forma con el espectador, para que éste rellene los huecos de su fragmentada y heterodoxa narración, aun con el riesgo de que parte de su público se sienta desorientado o abrumado. Pues lo cierto es que La gran belleza busca sobre todo fascinarnos, y aunque no lo consigue siempre con la misma intensidad, el esfuerzo sigue siendo impresionante y hasta cierto punto unificado por esos distintos elementos integrantes de la belleza. Se dota así de sentido a una cinta sin márgenes ni previsiones, frecuentemente orquestada por impulsos, configurando en definitiva una sinfonía necesariamente ramificada, cuyos créditos finales nos confirman que al menos nosotros sí hemos asistido a una belleza trascendental. ★★★★

    Ignacio Navarro.
    enviado especial a la República Checa | director & crítico cinematográfico.

    Italia, Francia, 2013, La grande bellezza. Director: Paolo Sorrentino. Guion: Paolo Sorrentino & Umberto Contarello. Productora: Indigo Film. Presentación: Festival de Cannes 2013. Fotografía: Luca Bigazzi. Música: Lele Marchitelli. Montaje: Cristiano Travaglioli. Intérpretes: Toni Servillo, Carlo Verdone, Sabrina Ferilli, Carlo Buccirosso.

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