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    Trance

    BAJO LAS LUCES ROJAS

    crítica de Trance | Danny Boyle, 2013

    Un disparo a quemarropa. En el centro de la diana. A continuación, una papilla de genitales carmesí manchando el impoluto piso con paredes de cristal. La luz, el color se convierten en protagonistas indiscutibles. Rojos, azules, naranjas, parpadeos violáceos que nacen y mueren en las calles de Londres. Nada es lo que parece porque las apariencias, claro, son engañosas. Cualquier sospecha acaba difuminándose en el nervio mismo de la acción. Y lo que es, no son más que dudas o piezas de un puzle que, a primera vista, no encaja. Bien. La sangre tampoco es ningún contratiempo: sólo brota, quizá de manera sorpresiva y con un efecto paralizante en el espectador, bajo la mirada de esos hombres que intentaron robar pero se toparon con su peor Némesis. Aquí, la mente amnésica, recuerdos que permanecen enterrados en una zona muy difusa. Dos caras. James McAvoy y Vincent Cassel. Y una tercera, femenina: Rosario Dawson. El primero se emplea en una fastuosa galería de arte protegida contra ladrones de alto nivel, que se anuncia —retóricamente, dentro de la ficción mediante un eficaz recurso narrativo— y se reinventa y posee un protocolo a seguir en caso de, por ejemplo, intervención de una banda criminal como la que lidera ese elegante señor de pelo rizado y mandíbula de granito, al que interpreta el francés Vincent Cassel. El gas lacrimógeno que lanzan sus colegas segundos después de irrumpir en mitad de una presentación es definitoria del grueso del filme: disuade y sume todo en una espesa neblina que causa un doble efecto, primero de inestabilidad y más tarde de hipnosis, a la que nos inducen plácidamente.

    El cerebro ejecutor no es otro que Danny Boyle, el cineasta fonambulista, amigo de las historias que surgen en los márgenes de la creatividad, ya sea de escritores como el incómodo Irvine Welsh o de cosecha propia aunque basada en hechos reales sobre un intrépido ciclista de montaña (Aron Ralston) que tras sufrir un accidente queda atrapado entre dos paredes, en un cañón de Utah. Si existe el creador total, Boyle está muy cerca de serlo. Se prodiga más bien poco, y sin embargo siempre ofrece nuevas formas de experimentación o reinvenciones que calan en el inventario del cinéfilo. Hace cinco años arrasó en los Oscar con Slumdog Millionaire, la Gandhi —por latitud y por número de galardones— del siglo XXI. Una película inflada desde ciertos sectores de la crítica y, sobre todo, desde la Academia, que cicateó suciamente a David Fincher y a su El curioso caso de Benjamin Button. Sea como fuere, el director de Manchester continúa fabricando personalidades que se manifiestan por la autodestrucción, por existir tensando la cuerda y a pesar del complejo entorno, por un anhelo que rezuma energía: el baile en el filo de la navaja. Nunca sabes qué esperar de unos hombres y unas mujeres que sonríen a medias, temerosos en silencio por alguna tragedia futura. Sabes que correrán, que se dejarán la piel, que sufrirán heridas irreparables, que gritarán como perros rabiosos. Y así me enfrento, no poco animado, a la última creación de Danny Boyle. Carburan mis expectativas, y no el puto hype. Los tráilers han matado la credibilidad del cine. Y abre con un ritmo eléctrico, presentando a un joven de ojos claros que habla —interrumpido por otras imágenes de la galería en donde se sucederán los hechos— a cámara y sonríe mientras el excelso cuadro de Goya, Vuelo de brujas, descansa en un atril a la espera de ser colgado en cualquier pared blanca. Luego, poco después, Cassel coge su rifle y el cuadro desaparece. ¿Dónde está? ¿Quién ha hecho qué? Alguien debe refrescarle la memoria a Simon (James McAvoy), el escrupuloso y flamante trabajador del museo que ha recibido un golpe en la cabeza. Y para ello recurren a una profesional de la hipnosis que más temprano que tarde detecta que algo va mal. Y entonces… Chsss.

    Trance

    El director traza varias incógnitas que se insertan en otras equis que sí, se resuelven. Y de qué forma, por cierto. Londres se insinúa con un fulgor hechizante, cercano a ese neón que dice “cúbrete las espaldas”. Aunque el mayor peligro habite en un rincón inhóspito, entre conexiones neuronales y juegos con la irrealidad. Espejos que enfrentan a la tríada McAvoy-Cassel-Dawson, cuya interacción aumenta el nivel del mercurio. Boyle usa técnicas nada originales, pero justificadas: time-lapse, enfoque selectivo, grandes angulares a ras de suelo y horizontes desequilibrados. Las luces rojas pueden ser significativas de lo que se revela, o de cómo descubrir la verdad —en este caso Verdad, si hubiese una sola e inmutable— oculta a nuestros ojos. Porque esta película es un artefacto de precisión para aquellos que se dejan sorprender más allá del razonamiento clásico. Trance funciona de principio a fin. Es salvaje, absorbente, lúcida, preciosista sin artificios. Durante algo más de cien minutos, olvidas que existe una cosa llamada mundo real, a veces soporífero, pues no tiene guión ni postproducción ni laberintos sinápticos ni música electrónica ni baladas antiguas. Pero dentro de los márgenes de la pantalla, Danny Boyle ha alcanzado el cenit de su carrera. Poco importa si este filme es más o menos rocambolesco, si tiene demasiadas trampas o golosinas (véase el voluptuoso desnudo de Rosario Dawson). Su triunfo radica en otra vertiente: la del golpe de efecto de un thriller que sedimenta hasta alcanzar la categoría de híbrido esquizoide. O sea, un potente afrodisíaco. Un espectáculo perdurable. ★★★

    Juan José Ontiveros.
    crítico de cine.

    Reino Unido, 2013. Director: Danny Boyle. Guión: Joe Ahearne, John Hodge. Fotografía: Anthony Dod Mantle. Música: Rick Smith. Reparto: James McAvoy, Vincent Cassel, Rosario Dawson, Tuppence Middleton, Danny Sapani, Wahab Sheikh, Lee Nicholas Harris, Ben Cura, Gioacchino Jim Cuffaro, Hamza Jeetooa.

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