texto | José Luis Forte.
ilustración | Fermín Solís.
Leo la noticia de que Ray Harryhausen ha muerto a los 92 años de edad y no puedo evitar retrotraerme a una tarde de domingo siendo yo niño. Uno de esos domingos en los que según avanzaba la tarde mi padre encendía la radio y comenzaba a atronar la sesión futbolística habitual con todos los partidos y todos los goles que auguraba que se terminaba el fin de semana, que se terminaba lo bueno y al día siguiente habría que retornar al colegio. Una sensación de tristeza insoportable se adueñaba de mí sabiendo que a cuantos más goles, menos tiempo de felicidad me restaba. Quizá sea esta una de las razones por las que odio el fútbol: siempre lo asocio a la llegada de algo malo.
Pero el domingo al que viajo con la imaginación es un domingo especial. Esa tarde echan por la tele una película que llevan anunciando toda la semana. Me ha impresionado en especial una escena en la que se ve a unos guerreros (después sabría que eran griegos comandados por un tal Jasón) luchando a espada viva contra un grupo de esqueletos. ¡Madre mía, si parecían de verdad! Y hasta iban ganando a los humanos. Pasé toda la semana nervioso esperando ese domingo, uno de los pocos que preferí a cualquier sábado, de siempre mi día favorito de la semana. Así que me veo comiendo al tiempo que los fideos de la sopa van creando siniestras figuras en el fondo del plato, huesos blanquecinos que toman forma y se unen entre sí para dar vida a unos esqueletos idénticos a los que he visto en el anuncio de la película. En la televisión dan las noticias del mediodía, algo casi tan aburrido como el fútbol que vendrá después, y esta vez entiendo menos que nunca de qué demonios están hablando esas personas tan mayores y tan serias. Ayudamos a recoger la mesa, mis dos hermanas pequeñas sin ninguna prisa pues esa película de los esqueletos piensan que les va a dar mucho miedo, y corro a sentarme en el sillón todo lo cerca del televisor que me dejan. “No te acerques tanto a la tele, niño, que te vas a quedar ciego.” Ya no puedo esperar más. Empiezo a morderme las uñas y los anuncios son interminables. Y de repente… ¡Tachán, chan, tachán! Una música que suena como la música más increíble que he escuchado nunca (mucho más tarde sabré que la compuso un señor que se llamaba Bernard Herrmann, el cual hizo mucha más música alucinante para otras películas, todas casi tan buenas como esta) y entonces… Entonces se sucedieron las dos horas más maravillosas que recuerdo haber vivido de niño viendo una película.
“El stop motion confiere a la fantasía la apariencia de un sueño. Si la fantasía parece real, estás matando su esencia.”
Con el tiempo descubriría que Jasón y los argonautas (Jason and the Argonauts) la dirigió Don Chaffey en 1963. Un director que no goza de mucho prestigio entre los aficionados, y eso que tiene en su haber otra maravilla tan fabulosa como es Hace un millón de años (One Million Years B. C., 1966), o que rodó episodios para series míticas como son Los Vengadores (The Avengers, 1961-69) o El prisionero (The Prisoner, 1967-68). Pero esto no era lo importante entonces. Lo que de verdad yo quería saber era quién había hecho aquellos esqueletos y los demás monstruos que aparecían en la peli. Y eso fue lo primero que llegué a saber de ella, a conocer y a amar desde el primer día que leí su nombre: a Ray Harryhausen y sus criaturas. Y la palabra argonautas, una de las más hermosas que uno hubiera podido escuchar jamás y que fue durante mucho tiempo el trabajo que quise tener de mayor. Después vinieron muchas películas más. Las de los monstruos que destrozaban ciudades como Godzilla, la del pulpo gigante en el puente, las de Simbad, las de monstruos prehistóricos, las de la mitología clásica, aquella otra de la Gorgona (¡qué miedo!) con ese actor que se parecía al novio de la Barbie pero con rizos… Pero en especial llegó la de los platillos volantes. ¡Nunca habrá jamás platillos volantes como los de Ray Harryhausen! Ayer mismo hablaba con Inés Lendínez, una compañera de redacción de El Antepenúltimo Mohicano, y me comentaba entre risas que ella creía que no existían, que los platillos eran una ilusión óptica alucinógena. “No, Inés”, le contesté, “sí que existen: los inventó Ray Harryhausen.”
Él nos enseñó que hay una manera de entender la fantasía que consiste en convertir para siempre nuestra mirada en la mirada de un niño. “El Stop Motion confiere a la fantasía la apariencia de un sueño. Si la fantasía parece real, estás matando su esencia.” Pero hoy es como uno de esos domingos en los que solo suenan por la radio los gritos de los comentaristas deportivos, una de esas tardes en las que tus sentimientos están dominados por la tristeza y la melancolía. Ray Harryhausen ha muerto. Y hoy me siento menos niño que nunca.
1 | Palabras de Harryhausen en la revista Filmfax nº 38, citado del libro de Carlos Aguilar La espada mágica: el cine fantástico de aventuras, Calamar Ediciones.