EL TAXIDERMISTA QUE SOÑABA CINE
crítica de “Conquista de lo inútil”, de Werner Herzog | Biblioteca Blackie BooksYo diría que es un automatismo. Cada vez que escucho el nombre de Werner Herzog, mi memoria rescata una imagen exageradamente nítida, un positivo en blanco y negro en el que el director alemán, ataviado con una camiseta desgastada y ese reconocible bigote que lo acompañó durante no pocos años, intenta frenar el rabioso (y teatral) ataque de Klaus Kinski en el rodaje de Aguirre, la cólera de Dios. Machete en mano, a milímetros de la yugular de Herzog, el imprevisible intérprete y protagonista de esa historia de conquistadores del Nuevo Mundo ejecuta una mueca narcótica y desquiciada: tratándose de él, aquella pantomima quizá no lo fuera tanto. Kinski se expresaba a su manera, y sobrevivía también a su manera, a veces violento y otras mezquino con los que le rodeaban, gritando baterías y baterías de insultos, quejas bañadas en reproches infantiles. Al fin y al cabo, Kinski nunca se reconoció en ese otro Kinski que reflejaba el espejo, un demonio bipolar que iba a lo suyo, cayera quien cayese. Cuentan sus viejos amigos y sus víctimas ocasionales que este señor, además de poseer un gran talento, maltrataba a sus mujeres, que padecieron toda clase de maltratos y vejaciones. Había en Kinski mucha postura fruto del soldado que fue durante la Segunda Guerra Mundial, como si en lugar de metralla su cuerpo hubiese absorbido altas dosis de locura, mezcla de la atmósfera propia del conflicto y de los sucesivos masajes de ego tras recalar entre bambalinas. De alguna manera, Fitzcarraldo —casi un decenio después del estreno de Aguirre, con la revisión del mito de Nosferatu entre medias— reafirmó la dupla más necesaria del cine, esa que componen director y actor protagonista, sumada al buen trazo del libreto.
En Conquista de lo inútil, Werner Herzog describe implacablemente pero de manera elíptica en su discurso (como el verso que se camufla de prosa) la particular odisea del rodaje de Fitzcarraldo, en mitad de la jungla del Perú, esquivando flechas y mosquitos y víboras, conviviendo con animales exóticos, rebasando las barreras idiomáticas e intentando convencer —sin prejuicios innecesarios, escéptico aunque pertinaz en su propósito de sacar adelante la película— a esos nativos que han de formar parte de la tramoya del cine. Días tras día y noches tras noche, el autor rellena esos cuadernos en blanco que, finalmente, componen un insólito diario de rodaje; un dietario que no habla de cifras, sino del desafío que entraña transportar un barco de vapor en la selva, siguiendo primero el curso de un río que crece y decrece, y montándolo después sobre gigantescos troncos de madera que una vez fueron árboles. Sorprende la inteligencia de Herzog para transmitir la incertidumbre del creador en su precipicio: éste debe lidiar con un equipo humano y técnico que sufre en un hábitat demasiado implacable. Si la fase de producción es de por sí estresante por motivos de cronología (el tiempo, ya saben, se traduce en dinero), aquí se convierte en una aventura tanto paisajística como emocional. Se aguzan nuestros sentidos entre renglones, ya que Herzog narra con verdadera pericia y mejor gusto. Y leo acerca de las idas y venidas, de los viajes en avión sobrevolando el río Camisea, de las estancias en Iquitos, de lecturas adormecedoras con linternas que parpadean y suman dioptrías, de putas contratadas para servir a los necesitados, de tribus que acechan entre bosques en miniatura dentro otros bosques menos transitables y espesos, en la Selva misma; de cacerías de cocodrilos abortadas porque el tirador (Werner Herzog) no hiere mortalmente. Y porque se hace tarde. Y entretanto, han suprimido del guión el papel que debía interpretar Mick Jagger. Y Kinski, llorica que llorar para adentro, insulta a los indígenas, cuyo limitado aguante llega a su fin, granjeándole incluso amenazas de muerte. Pero luego asegura que su relación es civilizada. Klaus Kinski en estado puro. Infame y extrañamente magnético. Un día, tal vez sin justificación, decide pagar su enfado con Sergio Leone y Corbucci, a quienes califica (a gritos, por supuesto) de “gusanos y archimbéciles”. Tampoco se olvida de Fellini, “un inepto sin remedio, un cerdo grasiento”.
'Fitzcarraldo', de Werner Herzog |
Conquista de lo inútil se presenta ahora en una edición que invita a (re)descubrir Fitzcarraldo: lejos de negarse el derecho de obra de culto para fans (que lo es), se presume apasionante para ese lector que solía nutrirse de celuloide. Sus descripciones son certeras y evocadoras; afiladas como cuchillos que conducen la narración hacia un terreno posiblemente inexplorado dentro de la literatura cinematográfica —o literatura, a secas—. Sin hueco para las confesiones en diván. Aquel entorno se impone a los extraños: o reconoces tu derrota, o mueres. La franqueza del testimonio, sin embargo, es frágil. Herzog te atrapa en esa aventura pantanosa, y apenas siete días antes del epílogo no puedes descifrar cuánto hay de invención y cuánto de real. Para entonces ya ha triunfado: la línea entre ambas —realidad y ficción— ha pasado a la historia. Importan el barco de vapor, el rugido de la tormenta, un gramófono en manos de Kinski; la creciente sensación de peligro, que cala hasta los huesos. La fantasía erótica con Claudia Cardinale, un sueño que pasa insospechadamente inadvertido a ojos del escritor. El recuerdo agridulce de unos animales que caen sin remedio. La naturaleza del cine, treinta años después.
Juan José Ontiveros.
crítico de cine.
Conquista de lo inútil
de Werner Herzog.
Biblioteca Blackie Books | 336 páginas.
ISBN| 978-84-940019-6-3.
formato| Tapa rústica con solapas | 14x21.
ilustrador| Cristóbal Fortúnez.
precio| 15 euros.
"Escribo mejor de lo que filmo. Hay más sustancia en estos escritos que en todas mis películas juntas" . Werner Herzog (Munich, 1942).