ERRÁTICA POR NATURALEZA
crítica de Post Tenebras Lux, Carlos Reygadas, 2012
Inauguración de la Sección Oficial | Atlántida Film Fest 2013
La progresión del mexicano Carlos Reygadas en el comúnmente llamado cine de arte y ensayo ha venido siendo muy clara. Su arriesgada ópera prima Japón (2002) recogió unos cuantos premios a lo largo y ancho del mundo, retratando con original sensibilidad, aunque no sin altibajos, la soledad de un hombre refugiado en un pueblo montañoso. A ella le siguió Batalla en el cielo (2005), en la que quiso rizar el rizo, ahondando en sus componentes obscenos y cambiando la estética pastoril por la urbana, perdiendo en el camino gran parte de su poderío. Pues efectivamente enseguida se ha comprobado que el cine de este director extrae casi toda su fuerza de la naturaleza más primitiva vista como reflejo de las tensiones y pulsiones humanas. Esta retroalimentación se veía así sustituida en esa segunda película por una provocación y un simbolismo que, más que ansiedad y autorreflexión, transmitían desapego y confusión. Quizás consciente de este fracaso, su tercera obra, Luz silenciosa (2007), volvió a situarse en un enclave aparentemente idílico, incluso anacrónico, para contarnos el día a día de una pacífica familia, con especial interés por las tribulaciones del patriarca. Lo cierto es que, mediante una puesta en escena tan refinada como volátil, una fotografía ya plenamente naturalizada, y una trama más identificable (reminiscencias de Dreyer incluidas), Reygadas lograba su primera obra maestra.
Por ello la expectación ante su nuevo trabajo, titulado no sin cierta pedantería Post Tenebras Lux (México, 2012), alcanzaba altas cuotas. Efectivamente, todo parecía indicar que el cineasta mexicano seguiría la senda de la madurez y del éxito de crítica que le supuso su anterior cinta, aunque decidiese radicalizar algunas de sus preocupaciones artísticas. Y esta hipótesis parece cumplirse al comenzar la película, con unos primeros minutos arrolladores. Una niña camina de forma esporádica en medio de un valle, acompañada por animales variopintos. Un cielo cada vez más recargado, anunciando la oscuridad y la tormenta, pesa como una losa sobre la mitad inferior del encuadre, ocupada por las mencionadas criaturas, el barro y la verdura. La cámara persigue ansiosamente sus movimientos, en una composición angular que extiende la profundidad de campo hasta el infinito. Toda esta secuencia en definitiva es un prodigio visual, casi inmediatamente trascendental. Sin embargo, enseguida advertimos un primer síntoma de preocupación: Reygadas distorsiona la lente y desenfoca y duplica los márgenes del cuadro, con un efecto óptico que permanece a lo largo de casi todo el metraje. Una de las justificaciones que podrían esgrimirse a este recurso es la percepción onírica o nebulosa que se le quiere imponer al espectador respecto de esta historia. Pero el resultado acaba siendo que dicho espectador preste más atención a los extremos de algunos planos antes que a su contenido central, normalmente más relevante. Con esto se incumple una regla esencial, cual es que la cámara no llame la atención sobre si misma, y se establece además una especie de barrera entre la pantalla y el público, dificultando el seguimiento de una trama de arranque igualmente prometedor pero de desarrollo progresivamente incomprensible.
A esa secuencia inicial, y a una segunda secuencia también cautivadora y sujeta a interpretaciones en torno a su propiedad de sueño o de pesadilla, el resto del metraje se compone por tanto de escenas a primera vista inconexas, donde los tiempos y los espacios se difuminan o entremezclan, alternando momentos de dudoso gusto con otros que recuperan el mencionado poderío. En estos últimos están sobretodo presentes unos niños que, como suele ocurrir, por su simple mirada y sus gestos ya hechizan la pantalla. Ya sea en una habitación, en una playa o en un pantano, cuando la cámara se centra en ellos, acentuando al máximo su grácil inocencia, la película impresiona. Pero hay otros momentos, como una orgía en una sauna o la discusión en torno a la tala de un árbol, que no pueden calificarse sino de gratuitos. Y el problema es que, en general, el foco solo está puesto de forma limitada en la familia que en teoría vuelve a ser protagonista de la historia (el padre, la madre y sus dos hijos pequeños, entre ellos la niña del principio). Cuando el diablo en persona les visita en la segunda secuencia, adivinamos un inminente descenso a los infiernos en este enclave paradisiaco en el que viven, quizás similar al que vimos en Anticristo (Lars Von Trier, 2009). En vez de eso, al margen de algunos episodios aislados de violencia, asistimos a un desarrollo narrativo más cercano al cine de Apichatpong Weerasethakul, y en concreto a Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas (2010). Sea como sea, aquel entorno rural y frondoso no juega siempre a favor de los personajes, de los que es difícil preocuparse (cuando uno de ellos está a punto de morir, la reacción es de indiferencia). A ello también contribuye el hecho de que los numerosos perros que pueblan el escenario tienen a veces más protagonismo interpretativo que unos supuestos actores que deambulan por el bosque o se paran a dialogar como pasmarotes.
En resumen, se nos presenta un drama tan complejo como banal, donde a veces los conflictos tienen más peso y dan lugar a escenas de mayor tensión, mientras que otras veces se pierden en el viento que agita constantemente las briznas de hierba y las copas de los árboles. La impenetrabilidad alcanza su culminación con una última escena de adolescentes anglosajones jugando al rugby, rodada eso sí con un dinamismo ausente en otras partes del metraje, que recuerda al estilo tardío de Terrence Malick. Pero es difícil saber qué representa esto exactamente: si una especie de limbo o purgatorio, o simplemente una escena aislada de adolescentes anglosajones jugando al rugby… Por su parte, la fotografía no ayuda a armonizar toda esta disyuntiva, pues como hemos dicho peca casi por exceso, aunque también hay que admitir que la ausencia de música extradiegética para realzar determinadas sensaciones va en el camino opuesto, y mostraría a un director lejos de la imagen de manipulador desvergonzado que pueden dar otros elementos. Hay que reconocer igualmente que, si el cine son imágenes, la belleza visual, ocasionalmente hipnótica, porosa y absorbente de esta película puede saciar sin problemas a los espectadores que busquen principalmente tal satisfacción. Pero esa luminosidad va unida a la opacidad en casi todo lo demás. En otras palabras, podemos concluir que la progresión cinematográfica de Reygadas se ha alejado de la claridad, más allá de la que le proporcionan las cristaleras abiertas y los rayos de sol. | ★★★★★ |
Ignacio Navarro.
director & crítico cinematográfico.
México. 2012. Director: Carlos Reygadas. Guión: Carlos Reygadas. Productora: Coproducción México-Francia-Holanda-Alemania; No Dream Cinema/Mantarraya Producciones/Le Pacte/Topkapi Films/The Match Factory. Presentación: Festival de Cannes 2012 (Premio a la Mejor Dirección). Fotografía: Alexis Zabe. Música: Gilles Laurent. Montaje: Natalia López. Intérpretes: Adolfo Jiménez Castro, Nathalia Acevedo, Willebaldo Torres, Rut Reygadas, Eleazar Reygadas.