Bajo la luz crepuscular de un atardecer en la costa irlandesa, una panorámica nos muestra unos fieros acantilados sobre los que rompen las olas. Una hipnótica voz en off nos informa de que estamos en “Las Tierras Encantadas”, una región donde los espectros conviven con los humanos no porque allí se prodiguen más sus apariciones, sino porque los segundos son más conscientes de esta vida fantasmal. El batir del océano nos sumerge en un estado de extraña inconsciencia donde lo fantástico convive con lo real de manera natural. “Hay vida y muerte en ese inquietante sonido”, relata la voz, y nos hundimos en su macabra fascinación. Un aura de romanticismo exacerbado emana de este prólogo que marca a la perfección el tono de lo que será toda la película que Lewis Allen dirigiera en 1944, Los intrusos (The Uninvited). Ecos de Rebeca (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940), por supuesto, pero también de las producciones de Val Lewton, el cual solo un par de años antes había gozado de un éxito espectacular con La mujer pantera (Cat People, Jacques Tourneur, 1942) y al que Allen parece emular con su ensoñador comienzo a la siguiente obra maestra de esos dos grandes del cine fantástico que son Lewton y Tourneur: Yo anduve con un zombie (I Walked with a Zombie, 1943). Pero se trata más de una atmósfera común que de una intención. Pese a los posibles parecidos, de manera especial con la película de Hitchcock, Los intrusos lo tiene todo para ser considerada una película de casas encantadas en toda regla. Y lo digo ya desde el principio para que nadie se llame a error: las historias de mansiones desoladas “habitadas” por espectros dolientes se pueden contar entre mis favoritas.
Manteniendo siempre un tono de comedia amable que la acerca por momentos a películas posteriores como Un espíritu burlón (Blithe Spirit, David Lean, 1945) o El fantasma y la Sra. Muir (The Ghost and Mrs. Muir, Joseph L. Mankiewicz, 1947), Los intrusos no renuncia sin embargo a momentos de genuino terror. De hecho, esta atmósfera amable, si bien en parte ayuda a que el espectador no sufra demasiado y se relaje ante cada andanada terrorífica, también es verdad que cumple la magnífica función de mostrarnos lo que adelantaba su prólogo: los fantasmas conviven aquí de manera natural con los vivos y es en esta cotidianidad donde se aparecen, como si fueran un elemento natural más del entorno.
Los elementos sobrenaturales se van sucediendo poco a poco, con esa cadencia clásica que nos introduce casi sin querer en lo fantástico de manera sutil pero inequívocamente espectral. Los hermanos Pamela y Roderick Fitzgerald, interpretados respectivamente por los excelentes Ruth Hussey y Ray Milland, están de vacaciones en la costa irlandesa lejos de su Londres natal. Son una pareja que muestra aquí una química especial que funciona ya desde el primer momento en que los vemos ascender por el acantilado frente a la mansión Windward y quedan prendados de ella. Como intrusos entrarán en la casa abandonada, enamorados a primera vista de ese lugar del que todavía desconocen que está encantado por un fantasma. Bueno, dos si nos atenemos a los hechos posteriores, pero no desvelaremos más. Tampoco la trama es lo que nos va a enganchar en esta película: lo que nos atrapará será su magnífica atmósfera tenebrosa, de rasgos melancólicos y al tiempo envolvente y mágica. Por muy encantada que esté, todos querríamos vivir en esa casa que se alza orgullosa y solitaria enfrentada al mar.
Este primer vistazo al interior de la casa que el espectador compartirá con ellos supone una de las secuencias más extensas y hermosas de la película. Como ya dijimos, el descubrimiento cotidiano de una casa que puede suponer un cambio de vida, un nuevo hogar donde vivir, se verá puntuado por breves ráfagas fantásticas: una habitación más fría de lo normal sin que haya explicación aparente y en la cual se marchitan las flores a espaldas de los dos hermanos, que solo cuando hayan adquirido la casa tomarán conciencia de su encantamiento. El descubrimiento de una casa fascinante será compartido con el espectador de manera intensa gracias al trabajo de la pareja protagonista, increíble la sensación de complicidad y de conocimiento mutuo que muestran el uno por el otro, y el diseño y ambientación de la mansión, obra de la dirección artística de dos genios de la Paramount: Hans Dreier y Ernst Fegté.
They call them the haunted shores, these stretches of Devonshire and Cornwall and Ireland which rear up against the westward ocean. Mists gather here... and sea fog... and eerie stories...
Los hermanos Fitzgerald deciden comprar la casa y para ello contactan con su dueño, el Comandante Beech (interpretado por Donald Crisp, un gran actor de reparto cuyo papel en esta ocasión le obliga a mostrarse algo apagado). En fin, por pocas películas que hayáis visto de fantasmas y casas encantadas, ya sabréis cómo se desenvuelve este encuentro: una venta a un precio irrisorio y las caras de sorpresa y alegría contenida de los hermanos. Aunque algo se empiezan a oler y presienten que no todo va a ser tan maravilloso como promete. La aparición de la nieta de Beech, Stella (una jovencísima Gail Russell en uno de sus primeros papeles, una actriz de trágica vida que murió a los 37 años), traerá consigo la consabida historia de amor con Roderick y al tiempo será el desencadenante de toda la trama fantástica y misteriosa que rodea la historia de la mansión Windward.
Ya con los hermanos alojados en la casa, se sucederán magníficos momentos en los que lo fantástico hará su aparición casi siempre más por lo que podemos intuir que por lo que realmente podemos ver entre las profundas sombras de raíz expresionista que toman la mansión, en especial en esa escalera magnífica en la cual las llamas de las velas tiemblan sin que ninguna ráfaga de aire las mueva, o el que quizá sea uno de los momentos más terroríficos de la película: los sollozos espectrales de una mujer muerta que rompen el silencio de la noche. Los fuertes contrastes de la luz de las velas contra todo el decorado, en esa escalera aprovechada de manera prodigiosa tanto por Allen como por el director de fotografía Charles Lang, crean de los espacios que no podemos ver verdaderos focos de atención y expectación, esa sensación que tan pocas películas de miedo saben construir de que cada punto del plano como lo que permanece en off es fuente de inquietud. No es una aparición repentina lo que tememos: es la misma oscuridad lo que nos hace palidecer de terror.
Muchas de las escenas terminan o incluyen alguna nota de humor. Como dijimos, Allen y sus guionistas no dejan nuca de tener presente no asustar en demasía al espectador. No nos importa demasiado cuando se nos ha conseguido mantener el corazón en suspenso con tanta elegancia y porque, insistimos, se busca siempre un realismo cotidiano en el cual lo fantástico se revela con total normalidad. Los espectros son algo connatural a nuestra existencia y, por muy escéptico que uno sea, si hay que realizar una sesión espiritista allí que se lanzan todos. Y de nuevo un lujo esa sesión de ouija mostrada con tanta veracidad, sin aspavientos exagerados y transmitiendo de forma excepcional ese momento indefinible de terror y fascinación en el que un vaso se mueve sin que nadie lo empuje ya. Aunque el humor rebaje la tensión, no deja de otorgar un carácter realista al relato que hará más potente los componentes fantásticos del mismo.
La trama se desenvolverá y de nuevo prevalecerán siempre los elementos atmosféricos sobre los argumentales. Así, la antigua institutriz, la señora Holloway (la escritora y actriz Cornelia Otis Skinner, con una interpretación muy a la Hitchcock; como curiosidad, apuntar que algunas de sus novelas autobiográficas fueron adaptadas al cine, siendo su papel interpretado por su compañera de reparto en esta película, Gail Russell), obsesionada por la fallecida Mary Meredith, la madre de Stella y espíritu torturado donde los haya, será mostrada en su despacho dominada en todo momento por un gran retrato de Mary, la presencia cadáver que preside su vida y sus actos pasados y presentes. Una construcción visual plena de significados y detalles que engrandece un relato que siempre está por detrás de su representación.
Quedaría algún detalle más por comentar: la excelente aparición de otro secundario de lujo como es el gran Alan Napier, las estremecedoras y muy conseguidas apariciones fantasmales o la música de un gran Victor Young que sabe explotar de manera magnífica el hecho de que Roderick sea compositor, entremezclando su creación al piano con la música incidental de la película en los momentos de más intensidad romántica. Pero lo fundamental ya está dicho: Los intrusos es una excelente película de espectros y casas encantadas, de espíritus de muertos que buscan su camino hacia el perdón y la luz o el castigo eterno y de vivos que luchan por encontrar su lugar en el mundo. Su tono amable no elude el estremecimiento, su ambiente crepuscular no deja de lado la sonrisa. Y el resultado es una película de gran sencillez y elegancia, de una belleza quizá esquiva pero fácil de encontrar si uno se detiene a mirar por entre los recovecos de su melodramático desenlace, tan hipnótica como esas olas que baten incansables y eternas sobre un acantilado barrido por el viento.
José Luis Forte.
escritor.
USA, 1944. Título original: The Uninvited. Director: Lewis Allen. Guion: Dodie Smith y Frank Partos, basado en la novela de Dorothy Macardle. Productora: Paramount Studios. Productor asociado: Charles Brackett. Estreno: 10 de febrero de 1944. Fotografía: Charles Lang. Música: Victor Young. Dirección artística: Hans Dreier y Ernst Fegté. Intérpretes: Ray Milland, Ruth Hussey, Gail Russell, Donald Crisp, Cornelia Otis Skinner, Dorothy Skinner, Barbara Everest, Alan Napier.