Holy Motors (Léos Carax, 2012)
Algún día, más temprano que tarde, se escribirán sesudos ensayos acerca de la génesis de Holy Motors (Francia, 2012). Los teóricos de vanguardia hablarán de su director, el francés Léos Carax, como un prolífico artista capacitado para indagar en las cloacas de la ficción, de la calentura creativa que atravesaba en el momento de tejer su incomprendida obra maestra. Aparecerán defensores y detractores, ambos escupiendo bilis en una competición de petulancia extrema (la opinión, como los genitales, brota de la entrepierna, y hay que marcar verbo). Aparecerán espectadores fríos, asqueados, rabiosos, ebrios de placer y sobrios por incomprensión, reclamando el dinero de su entrada o las dos horas de su preciado tiempo, quizá hipnotizados ante la maquinaria visual del enésimo “enfant terrible” –qué alarde de originalidad–. Todo cabe en una película que oscila entre el surrealismo y la autopsia del espectáculo más harapiento: hay en él una mirada demasiado enfermiza, centrada en el proceso orgánico de composición. Y sin embargo, huele a ida de olla, a disparate sin aval narrativo, ni siquiera de manera consciente o con algún fin. Es un artefacto que inmola todo esquema previo, que arranca y concluye en un letargo expectante.
Fotograma de 'Holy Motors', de Léos Carax |
Léos Carax en una cama, en una habitación de hotel. Se levanta al escuchar un murmullo que parece venir de una habitación contigua. Camina despacio, es un voyeur acercándose a su objeto de lujuria; curioso tras esas gafas que esconden dos herramientas especialmente sensibles a los monstruos grotescos, a esos freaks que habitan las pantallas de cine y su cotidianidad. Porque, al fin y al cabo, Holy Motors experimenta con la amargura y el reflujo de la interpretación supeditada a la vida. Y acaricia las paredes, busca el origen de ese sonido o conversación que aguarda al otro lado. Descubre una cerradura de llave hueca triangular. Y ésta, recurso básico del montaje, es su dedo corazón y encaja perfectamente y logra abrir una puerta camuflada en el papel estampado. Carax se adentra en un oscuro pasillo apenas iluminado por una luz roja que parpadea sobre el marco de otra puerta, esta vez de emergencia, con ese aspecto frío e industrial propio de las que no son de casa. Luego entra en el palco de un viejo cine en donde están proyectando su locura, la creación que vamos a presenciar durante los próximos minutos. A partir de ahí, Denis Lavant hace suyo este indescriptible relato sobre un intérprete de performance cuya rutina consiste en encarnar personajes que llegan de no sé dónde, por orden de no sé quién a la espaciosa limusina que le traslada por las calles de París. Lavant, álter ego de nueve hombres construidos a brochazos, dependientes del efectista y grimoso maquillaje, ofrece una exhibición perturbadora. Rezuma infelicidad, desasosiego, tristeza, hermetismo, terror físico y psicológico. Es un feo que duele, que desagrada, que provoca muchas sensaciones pero ninguna de ellas positivas. Gruñe en las cavernosas alcantarillas de un cementerio, vestido con un traje de pana verde que remite a cierto estereotipo del folclore irlandés, si no fuera por su aspecto de trol. Camina descalzo, se come las flores de los muertos y emite sonidos primitivos. Ha secuestrado a una top–model (Eva Mendes) cuyo escote enseña demasiado a su extraño juicio. Está cachondo, se desnuda. Está cansado, se duerme. Ella asiste impasible al turbio devenir de los acontecimientos, que no llegan porque no hay nada que contar. El drama, sospecho, se esconde en una uña.
De Holy Motors me agrada el primer –porque hay un segundo– destello musical, una representación en la que Lavant toca o simula tocar un acordeón junto a una banda que se le va uniendo por entre las columnas de esa iglesia de piedra. Es lo único agradable de una película que constituye la negación del cine como forma de expresión vocacionalmente narrativa. Se nutre de un dadaísmo insoportable. No posee el ingrediente universal del cine de primer orden, no hace industria ni aporta novedades al lenguaje cinematográfico. Jamás se la recomendarías a una persona convencional, o sea al espectador medio que solía alimentar las salas. No trasciende en el imaginario colectivo, pues es decididamente cool, pretenciosa y lisérgica. Hará felices, en cambio, a los heterodoxos que reivindican lo raro a cualquier precio, a los que no detectan la pobreza estilística y formal del realizador de Mala sangre, que practica el vampirismo en un negocio demasiado indulgente con la estafa. Si esta película la hubiera firmado un español, los iconoclastas de Sitges habrían encajado la ocurrencia con más bostezos que aplausos. Y Holy Motors sería –omitiendo lecturas vacuas– una película donde los coches dialogan, los perros tienen el tamaño de tigres y el protagonista enseña su débil erección. Sólo eso. Arte y ensayo que gustaría de ser comercial. Ni revela, ni escuece. Tal vez ahí reside el sobrevalorado triunfo de Léos Carax: en su facilidad para generar ruido.
Juan José Ontiveros.
Francia, 2012. Título original: ‘Holy Motors’. Director: Léos Carax. Guión: Léos Carax. Productora: CNC / Les Films du Losange / Pierre Grise Productions. Presupuesto: 3.900.000 euros. Música: Neil Hannon. Fotografía: Yves Cape, Caroline Champetier. Intérpretes: Denis Lavant, Edith Scob, Kylie Minogue, Michel Piccoli, Eva Mendes, Jean-François Balmer, Big John, François Rimbau, Karl Hoffmeister.