Sinister (Scott Derrickson, 2012)
Confieso que soy un espectador terriblemente asustadizo. Alguien sensible a esa clase de terror que se adhiere a tu mente con efectos indeseables. El mismo que te encoge, que conecta con tus pesadillas, capaz de levantarte de la butaca con un rictus de angustia. En mi caso, es en casa –también cuando disfruto de una sesión en formato doméstico– donde percibo si el material que me han mostrado es efectivo o no. Quizá sea la sensación de estar siendo observado, o la necesidad de girarme cada dos por tres para comprobar que no hay nadie acechando a mis espaldas. Y es que, el verdadero terror te persigue sin tregua, permanece intacto durante largas horas, incluso días. Y sin embargo, este género sufre ahora las consecuencias de las modas de multisalas, viéndose reducido a un catálogo de comedias más o menos grotescas que subvierten (y desmitifican) los valores del miedo atávico. Una asignatura superada en numerosas ocasiones por el cine, en tiempos no tan remotos. Pero el slasher intencionadamente teen fraguado en el siglo XXI, ha insistido en camuflar las estrategias comerciales con productos de perfil bajo. El terror de masas, el que da beneficios y logra que la rueda siga avanzando, sólo convence a los complacientes. Las razones me esquivan (o tal vez no proceda entrar en ese tipo de debates), pero la oferta se reduce al terreno de los incondicionales, eruditos –a veces sin ínfulas– que han comido y bebido a Murnau, a Roger Corman, a John Carpenter, a Dario Argento y directores del estilo; asiduos de Sitges que celebran allí su fiesta anual.
Últimamente, los economistas de la industria habían pretendido asustarnos con historias cimentadas sobre fenómenos etéreos: una caja sin fondo que, época tras época, ha dispuesto del amor, tal vez obsesivo, de los que buscaban un nuevo Poltergeist o El exorcista. Monstruos y espíritus casi inmortales se agitaban en una coctelera que fascinaba (y fascina) a varias generaciones. Todavía hoy reivindican, no sin argumentos, el valor tangente de La Cosa. No está el público para naderías, pues ha crecido a la vez que el cine, es decir, conoce el lenguaje y sus herramientas. Cada vez es más difícil sorprender al antiguamente llamado respetable (ironías del léxico). Y por eso hay que demandar propuestas innovadoras. Algo así buscaban los productores de Paranormal Activity, ese híbrido formal que triunfó gracias a su decisión de no intentar comprender la naturaleza del peligro, de emplazar la cámara a un palmo del intimidante pero invisible agresor, que golpeaba cuando más frágiles yacemos: dormidos en mitad de la noche. Por supuesto, esos productores abrieron una franquicia que parece no tener fin. Han transformado el mérito y la efectividad del primer capítulo en un circo de sustos pretendidamente efectistas.
A continuación financiaron otra película cuyos primeros minutos son tan inquietantes como pavorosos. Todo transcurría en una casa, alrededor de una familia que poco después de instalarse en su nuevo hogar ve cómo su hijo pequeño entra incompresiblemente en coma, cayendo en el inframundo regentado por un demonio que intenta cobrarse su alma. Insidious expelía cierto tufo a cliché sin fondo. Pero te mantenía en tensión, te inducía –como ese leviatán, mezcla de Bono (el de U2) y Darth Maul, que no deberían haber mostrado– un malestar crónico, culpa de la asfixiante atmósfera y, sobre todo, del uso psicológico del sonido. Aun así, su condición de obra industrial se evidencia en los marcianos giros de guión, en la pérdida absoluta de fe en su gancho primero. Es decir, la invisibilidad del monstruo.
Ethan Hawke protagoniza Sinister (2012), de Scott Derrickson |
Ahora, esos mecenas hollywoodienses se deslizan de nuevo por la taquilla con Sinister (2012), co-escrita –junto a C. Robert Cargill– y dirigida por Scott Derrickson. El responsable de una de las cintas más terroríficas de la última década: El exorcismo de Emily Rose (2005). Un proyecto de naturaleza indie que inyectaba dosis ingentes de pánico, que me obligó a pensar en las tres de la madrugada como una puerta hacia lo desconocido, a enfermedades que podrían embestir sin antídoto posible, obligando a pensar en figuras con olor a azufre, dispuestas a mutilar tu cuerpo desde el interior. Hay en esa película algo que trasciende su período de latencia; resiste por sensaciones, pero también por sedimentación en el hipocampo, donde administramos los recuerdos y activamos el motor del aprendizaje. Aprendemos a través de la memoria, y la memoria nos dice qué hemos aprendido. Aprendemos a tener miedo porque lo recordamos. Así, El exorcismo de Emily Rose obliga a pensar –como el propio vía crucis de su protagonista– en un perverso convenio entre cuerpo y mente. Es terror en estado puro.
Sinister, tercer largometraje hasta la fecha de este realizador afincado en Los Ángeles (California), presenta la historia de un escritor de crímenes que se muda con su mujer y su hija a una casa en donde tiempo atrás se produjo un asesinato múltiple. Hecho que se muestra en la escena–prólogo que abre este relato: un plano fijo que enseña a los integrantes de una familia ahorcados bajo una de las largas ramas del árbol que preside el jardín. La imagen pertenece a unas grabaciones en Súper 8 que el padre (Ethan Hawke) encontrará en el desván durante su perturbadora investigación. En ellas se ven distintas atrocidades (a cual más psicótica) que siempre tienen como objeto, aparentemente principal, la tortura de padres e hijos. Son las víctimas de algo incierto, acaso un ritual perpetrado por un asesino en serie. Y en apenas quince minutos, Derrickson da cuenta de su talento para capturar el frío de la noche y sus habitantes. La mezcla de sonido, la partitura de Christopher Young generan una estática mental pocas veces vista en el cine reciente. También expone sin complejos su habilidad para transmitir el descobijo con una sencilla clave cromática –aquí de tonos azules–. Y, sin embargo, incurre en los defectos más indeseables: sustos previsibles (aunque la chica que se sentaba a mi lado no paró de botar en toda la sesión), personajes que se comportan de manera inverosímil, tópicos sobre provincianos y un ente –material o no– que se hace notar demasiado pronto. Un miembro de Slipknot con alma de satánico. Y eso confunde a Ethan Hawke, que interpreta muy bien la versión mórbida de Ethan Hawke. Lástima que no estemos ante una cinta con empaque. Porque Sinister se encuentra a medio camino en la filmografía de Scott Derrickson, un tipo cuyas incursiones no parecen dispensar su verdadero nivel. O hace El exorcismo de Emily Rose, o firma el nefasto remake de Ultimátum a la Tierra. Sólo hay un gris: este cine de probeta que acusa el martillo de los productores.
Juan José Ontiveros.
Estados Unidos, 2012. Director: Scott Derrickson. Guión: Scott Derrickson y C. Robert Cargill. Fotografía: Chris Norr. Música: Christopher Young. Productora: Automatik Entertainment / Blumhouse Productions / Possessed Pictures. Reparto: Ethan Hawke, Vincent D'Onofrio, James Ransone, Fred Dalton Thompson, Clare Foley, Victoria Leigh.