Rock of Ages (La Era del Rock, Adam Shankman, Estados Unidos, 2012)
Desconozco quién fue el primero en proclamar que el rock había muerto. Obviamente, no era un virtuoso del eslogan publicitario. Esa falsa creencia ha servido de coartada a las innumerables discográficas, cadenas de televisión y managers pertenecientes al star system del negocio musical. Pero basta con escarbar un poco para hallar joyas del rock: aunque es cierto que los tiempos han cambiado, ese género adscrito a un estilo de vida de excesos no ha muerto, más bien al contrario. El rock, como todo el arte –y las estrategias lúdicas disfrazadas de éste–, se ha transformado. La forma en que consumimos y disfrutamos la música es totalmente distinta a la de hace cuarenta años, cuando bandas como los Rolling Stones o Led Zeppelin llenaban el aforo de estadios de fútbol y convocaban ante el televisor a toda la familia. En algún momento, los duces de la industria decidieron minusvalorar la inteligencia del público, convirtiendo a las viejas glorias en marionetas, para gestar imágenes lamentables, como productos irremediablemente caducos. Repito: el rock está vivo. El problema son los idiotas que hacen suyo un modus vivendi intransferible, complejo, visceral y poético cuando procede.
Debo reconocer que nunca he sido un amante del musical, ya que utiliza unos mecanismos narrativos que me son ajenos y desgraciadamente fríos. Pocas veces logro empatizar con unos personajes que rompen sin previo aviso las normas lógicas del comportamiento humano. La hipérbole de cantar y bailar por y para el drama me crea sentimientos encontrados: ¿quién pasea con su mujer o su marido tranquilamente por la calle y, de repente, empieza a cantarle sus inquietudes? Es una marcianada impropia de cualquier persona más o menos razonable. Y, sin embargo, no puedo dejar de sonreír –y marcar el compás con pies y manos– mientras contemplo películas como Cantando bajo la lluvia o Grease, cuando ese dandy llamado Gene Kelly chapotea en los charcos por aquella calle inolvidable, meciéndose por entre las farolas, calándose hasta los huesos por culpa de su felicidad. También disfruto sobremanera de ese chulazo con tupé, Danny Zuko, del séquito de rockers que rezuman testosterona al paso de las apetecibles alumnas del instituto, animadoras e ingenuas en medio de una jauría de coches descapotables que rugen sin freno. Y siempre emociona escuchar el mítico: “Oh, Sandy”. John Travolta acabó patentando un movimiento de caderas genuino, en una época radiante para él, lejos del actual intérprete hinchado que se deja caer en proyectos de segunda fila.
Así las cosas, me hablan de un filme musical cuyo protagonista es el solvente Tom Cruise. Evito los prejuicios, veo los tráilers, me convenzo de su aparente gancho para reivindicar una música condenada a ser una melodía no ya marginal, sino un terreno virgen para el coleccionista erudito. La dirige Adam Shankman, director de la fallida Hairspray. Quiero confiar en que dicha producción será un divertimento, que me hará olvidar el calor y el tedio –existencial también– que reinan afuera. Rock of Ages cuenta la historia de una chica de Oklahoma que llega a Los Ángeles con el firme propósito de convertirse en una estrella (primer cliché dentro de una ensalada de clichés), con tan mala suerte que a la primeras de cambio le roban la maleta –donde sólo llevaba sus queridos vinilos de rock ‘n’ roll–, aunque uno de los chicos que ha contemplado el suceso acude rápidamente en su ayuda (ah, mi héroe del metal) y la ofrece un trabajo en The Bourbon Room, la sala más célebre de entre todas las salas rockeras cercanas a Sunset Boulevard.
A los cinco minutos han cantado hasta las farolas, los chicos –calentura mediante– se han enamorado y Alec Baldwin ha inyectado un extra de vis –y de bilis– cómica. Se arroja a los brazos de la muchedumbre como un Miguel Ríos americano. También conocemos a los antagonistas de la obra, interpretados sólidamente por Bryan Cranston (¿qué tiene que hacer este hombre para que le regalen una película a la altura de su genial talento?) y Catherine Zeta–Jones, quien parece haberse divertido mucho durante el rodaje: al fin y al cabo, es una veterana en el género musical. Incluso Paul Giamatti se deja hacer en el papel de manager despiadado. El casting, en su apartado adulto, es muy potente. Y en esa categoría no entra Russell Brand, un estudioso del goofysmo que aspira a icono pop.
Algo más tarda en aparecer la verdadera estrella del show: Stacee Jax. O lo que es lo mismo, un híbrido de Tom Cruise y Axl Rose. Un músico ególatra, ingobernable, desatado, sumido en un eterno viaje de alcohol y sexo (apunten otro cliché). ¿Su conflicto? Ser él. ¿Su ventaja? Poseer la piel de Tom Cruise, un actor sobre el que pesan muchos prejuicios, pero que ha demostrado una y otra vez ser un actor formidable, superdotado para encarnar a ciertas mentes atormentadas y nerviosas (véase Eyes Wide Shut), tal vez enigmáticas y heridas –como en el caso de Magnolia, donde completa una exhibición memorable–, desprovisto de temor para mostrar su condición de hombre impúdico (¿se acuerdan de su cameo en Tropic Thunder?) o de escudero de un Quijote abstraído y matemático que siempre le arropaba en las noches de tormenta. Hablo, por supuesto, de Rain Man. Sí padece, en cambio, algún complejo físico y psicológico que le obliga a utilizar una alcilla en los planos cortos que comparte con alguno de sus compañeros (sobre todo si es mujer), para no acentuar su mediana, tirando a baja estatura. Lo dicho, prejuicios que exceden lo estrictamente cinematográfico.
Pero no es suficiente. Rock of Ages es mediocre en todos los apartados. Su montaje de videoclip espídico es pésimo. Su planificación de cámara, también. Las versiones de clásicos del rock que suenan son francamente costrosas, y las actuaciones de Diego Boneta –un Jonas Brother con alma de Luis Miguel– y Julianne Hough –la rubia proveniente de Oklahoma– le hacen un flaco favor. El director renueva sus votos de aspirante a cineasta con un filme plagado de clichés que inciden en los defectos del peor cine hollywoodiense. Y por favor, que no me vengan los sabios con aquello del cine palomitero y la comedieta de trazo grueso. Rock of Ages persigue la estela de sus coetáneas, tan alienantes como epidérmicas. Ni siquiera cumple con el primer mandamiento del cine: entretener. Son dos horas perdidas, dos horas que cualquiera de ustedes podría dedicar a hacerse una recopilación de canciones que engloben desde Chuck Berry hasta los Black Keys. Porque si queremos jugar al Guitar Hero, para eso está la videoconsola. Y no, el rock no ha muerto. Sólo tiene que deshacerse de horteras como Adam Shankman.
Juan José Ontiveros.
Ficha técnica:
Estados Unidos, 2012. Título original: “Rock of Ages”. Director: Adam Shankman. Guión: Justin Theroux, Chris D'Arienzo, Michael Arndt, Allan Loeb, Jordan Roberts. Productora: Offspring Entertainment / Corner Store Entertainment / Maguire Entertainment. Presupuesto: 75.000.000 dólares. Localización principal: Florida. Cámara: Arri Alexa, Cooke S4, Leica Summilux and Angenieux Optimo Lenses. Música: varios autores. Fotografía: Bojan Bazelli. Montaje: Emma E. Hickox. Intérpretes: Julianne Hough, Diego Boneta, Russell Brand, Paul Giamatti, Catherine Zeta–Jones, Malin Akerman, Mary J. Blige, Alec Baldwin, Tom Cruise.