Pese a la plasticidad de muchas de las producciones de hoy en día, todo está articulado en lo banal y mediocre |
Camino tranquilo por la calle después de ver The Amazing Spider–Man. Pienso en el cine y me pregunto qué habrá sido de él. Llevo dos meses asistiendo a estrenos no ya mediocres sino insustanciales, que no me transmiten nada, que me obligan a pensar en esa recurrente frase de “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Por suerte no soy un fatalista, sé que continúan rodándose buenas películas. Sí detecto, en cambio, que la industria ha sido engullida por la autocomplacencia. Los grandes estudios no respetan al espectador, eluden la virtud primera del negocio: entretener. Hoy día, el fin justifica una avalancha de recursos publicitarios (en)cubiertos bajo el paraguas de la supervivencia. Es decir, el rédito económico. El filme más esperado del año, El caballero oscuro: La leyenda renace, llega precedido de una campaña agresiva y sintomática a partes iguales. El marketing viral ha hecho de las producciones una suerte de caja de sorpresas que, lejos de contribuir al interés, embrutecen al espectador. De modo que, llegado el momento de sentarte frente a la pantalla, no buscas evasión o cobijo en el cine, sino la droga que calme tu gigantesco mono, ya que hablamos de expectativas, no de eficiencia fílmica. El target o público objetivo es sometido a una estrategia tan perversa como alienante (al menos en este caso).
Ya podemos decir, pues, que el marketing ha triunfado frente al cine. Ahora no hay clásicos, hay fenómenos. La magia se mide con estrellitas y puntuaciones en una fría página web. “He visto 4.000 películas. Soy guay. Tú, no”. Apenas hablamos de tal o cual escena, del sencillo gesto que nos ha emocionado. Sentimos el natural impulso de sublimar nuestros comentarios o reacciones a las pelis. En realidad, no hay sentimiento. Es una pose, una distorsión de la cinefilia. Ni rastro de placer, tan sólo prisas, hambre de información. El cine se almacena pero, paradójicamente, cada vez es más efímero. Se olvida con facilidad. Porque el vecino, la distribuidora de turno, nos bombardean con la siguiente película. La escasez de ideas originales –e inteligentes– ha convertido Hollywood en una fábrica de churros; y el circuito independiente es un campo de pruebas en donde algunos listos –y poetas a tiempo parcial– toman el dinero y corren. Son figuras perniciosas que le hacen un flaco favor a todo aquel que intenta abrirse paso en un oficio casi hermético y con querencia al amiguismo. Y me pregunto, ¿es realmente necesario estrenar seis u ocho películas cada fin de semana? Los que viven de este negocio me dirán que sí, sin duda. La realidad, sin embargo, demuestra lo contrario. ¿Realmente lo hemos visto y oído todo? Sí, y no. Los temas son casi universales y las formas, infinitas. Lo único que pido es que cese esta tortura.
Juan José Ontiveros.