Hace unos meses, con motivo de la inminente llegada de la tercera parte de Men in Black, escribí una columna a medio camino entre la nostalgia y la reivindicación. En ella, aportaba opiniones tan subjetivas (o no) como que el guión de esa primera aventura interplantearia –protagonizada fenomenalmente por Tommy Lee Jones y esa estrella todavía en alza por aquel entonces llamada Will Smith– poseía algo muy difícil de aunar: una brillante simbiosis entre forma, contenido y ritmo; un aspecto este, el del ritmo, capital en el lenguaje cinematográfico. Esperado o no, resultó ser un éxito en taquilla, impulsando una tímida reformulación del blockbuster, cuyas aristas comerciales eclipsan casi siempre la calidad del producto último.
En 1997, y en pleno auge de esa técnica sumamente explotada hoy día conocida por CGI, los efectos especiales (y visuales) de la cinta de Barry Sonnenfeld –basada a su vez en el cómic de Lowell Cunningham– dejaban entrever el apasionante recorrido técnico del píxel. Aquellos hombres de negro habitaban un ecosistema oculto y desconocido para todos los humanos: convenía inducirles a la amnesia cuando estos contribuyentes eran testigos de la existencia de aliens y seres antropomorfos cuya piel disfrazaba su verdadero aspecto. A golpe de flash, con un artilugio de última generación creado expresamente para convencer de su valor estético al espectador y/o lector. Es decir, una excusa para mostrar sus ya célebres gafas de sol. Y había personajes que provocaban grima y una extraña simpatía: freaks deformes llegados de puntos remotos del universo, sin más razón que la de ocupar su marginal hueco, a veces dispuestos a fijar su sede en Estados Unidos, eterno eje motriz de la invasión. Aunque, por supuesto, estamos ante una historia que retrata al E.T. más zarrapastroso, libre de sentimentalismo e inocencia, miembro de una subcultura probablemente belicosa, de intereses oscuros. Al fin y al cabo, se trata de provocar cierto temor, inseguridad, la certeza de estar en casa con ocupas invisibles que te dan los buenos días, que te venden el periódico o te cocinan un delicisoso plato en cualquiera de los cientos de restaurantes grasientos con estrechas cocinas de paredes viscosas como la sangre de esos aliens. Men in Black divierte sin paliativos, ya que recoge un icono de la ciencia–ficción sin necesidad de esgrimir soporíferos argumentos tribales, extrapolando la razón de la inteligencia artificial, para situarla en el lugar que corresponde: la naturaleza. No hay distancia emocional entre el público y los personajes (tan solo cuando hay violencia de por medio), dirigidos meritoriamente por Sonnenfeld.
Tommy Lee Jones & Will Smith, Los hombres de negro (Barry Sonnenfeld, 2012) |
La segunda parte, en cambio, echó por tierra lo construido anteriormente. Era un bluff corto de miras. Y, sin embargo, ahora regresan –intereses económicos mediante– con un nuevo episodio, protagonizado también por un rocoso y elegante Tommy Lee Jones y ya sí, ese carismático filón en que se ha convertido Will Smith. Sin duda, el mosqueo está justificado antes de sentarte a ver lo que han hecho los viejos amigos. El recuerdo de su penúltima y disparatada historia ha desaparecido (para qué guardar vagas impresiones), pero mi estado continúa siendo de alerta. La película abre con una portentosa secuencia que presenta al villano, quien permanece recluido en una prisión lunar de alta seguridad. Se muestra feliz (o eso parece, pues el tipo lleva unas pequeñas gafas de buzo negras, a lo John Lennon heavy, y su dentadura, afilada y gris, no invita a la tranquilidad) con su anhelada visita: una especie de groupie que le regala una tarta, en cuyo interior se esconde un bicho letal que forma parte de su cuerpo y gracias al cual puede escapar de esa cárcel. ¿Destino? La Tierra ¿Objetivo? El agente K, o sea Tommy Lee Jones. Y es que, ambos tienen cuentas pendientes por algo que ocurrió en el pasado: ese hombre impasible, aparentemente huraño y taciturno en cada una de sus acciones, le dejó manco pero unido a una armadura durante largo tiempo. Cuarenta años de rencor que se materializan en una trama que funciona cual metrónomo. Un tic–tac de fórmula hollywoodiense, pero bien ejecutado: a la efectiva labor de cámara se unen varios guiños pop (Lady Gaga aparece en la base de datos de la agencia; Andy Warhol, en realidad un hombre de negro cansado de “ser trascendente” y obligado a pintar latas de sopa de tomate como ínclito gurú de la modernidad, confirma que Mick Jagger es un marciano que planea beneficiarse a todas las mujeres). Mención aparte merece un secundario fundamental en la consecución del objetivo. Un ser dotado de habilidad para vaticinar los futuros cambiantes que fueron, son y serán. Un gancho dialéctico que certifica la buena salud de los diálogos.
Will Smith vuelve a uno de los papeles que lo hicieron una estrella en Los hombres de negro III |
Men in Black III es un filme de notables golpes que salpican una historia firmemente hilvanada, cuyos quince minutos finales, tan blandos como previsibles, desmerecen el conjunto. Me interesan sus teorías espacio–temporales, que a pesar de no ser nada imaginativas, funcionan de principio a fin. Echo de menos la canción original aunque celebro la presencia de Josh Brolin, un actor sobresaliente que encarna la versión rejuvenecida del agente K. Lástima que nos condenen a escuchar la bella obra de ese hortera con nombre de perro rabioso. Pitbull, o algo así.
Por Juan José Ontiveros
Leo, escribo, a veces pienso.
El cine es totalmente subjetivo.
Decía Hitchcock que "son 400 butacas que llenar".
En esas butacas, además, puedes ver clásicos como Johnny Guitar.
Edición por Emilio Luna
Special Message from Johnny Lang
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