Confieso que empecé con Marvel por el final. Uno de los primeros cómics que me regalaron de esta famosa Casa de las Ideas –y factoría de sueños pop– se titulaba Encrucijada, y sus protagonistas eran un grupo de superhéroes que se habían reunido para salvar al mundo de un terrible peligro: en esas páginas tenía lugar una batalla épica que excedía lo humano, en un caos de luminarias protectoras que siempre (y esto es muy importante para comprender la esencia del hombre y/o mujer enmascarados), pasara lo que pasase, velaban por nuestra seguridad. En cierta manera, aquellos antiguos héroes de la mitología habían roto la barrera del tiempo para trasladarse al siglo XX, en mitad de un cambio socio–político eterno, que descubría la personalidad del personaje en cuestión.
Marvel ofrecía un universo repleto de aventuras, epopeyas en la Gran Manzana de Nueva York, bajo tierra o sumergidos en agua, a través de viajes interestelares y voces científicas que hacían de su profesión algo inteligible para todo tipo de lectores. Esos caracteres encontrados se hacían llamar Los Vengadores y trabajaban bajo la batuta de Nick Furia, el director de la agencia Shield. Aunque decir que un (semi)dios como Thor o un arrogante genial de la talla de Tony Stark (Iron Man) trabajan para alguien no encaja con su estilo bárbaro y chic, respectivamente. Aquel fino tomo de apenas sesenta páginas me descubrió a Los Vengadores cuando aún podías ir a un quiosco con la certeza de encontrar las novedades en formato serial. Por supuesto, estabas obligado a acudir periódicamente a tu cita con Spider–Man, los X–Men (conocidos por el nombre de Patrulla X, aunque al parecer dicho apelativo dejó de ser cool), Daredevil, Los 4 Fantásticos, etcétera. Sin necesidad de considerarte un chaval disfuncional, acaso un estereotipo que vive marginado, aislado en una caverna de páginas entintadas cuyo olor colocaba al más tolerante con las drogas. Con el tiempo, los quioscos del barrio dejaron de vender un producto que no rentabilizaban: los periódicos habían comenzado a ofrecer interminables colecciones a cambio de fidelidad; las revistas copaban casi todo el mercado. ¿Tebeos? ¿Para qué? Los niños ya no leen álbumes de Mortadelo y Filemón. Prefieren el éxtasis de una buena videoconsola, o la trascendente prosa de la etiquetas del champú, supongo. Así que, el tebeo mensual quedó relegado a las tiendas especializadas (que están ahí desde siempre), donde se dan cita frikis y gafapastas, quienes han convertido la palabra cómic en un concepto casi elitista. Ahora sacan recopilatorios a precios prohibitivos, porque no existe la ilusión de seguir una historia como antaño: llegas a la Fnac, buscas la sección de cómics y encuentras cientos de títulos perfectamente ordenados, infinitas novelas gráficas sobre ideas tan peregrinas como inclasificables (esto distingue mucho). La industria se ha atomizado y el lector, más cómodo –y aburrido– que nunca, busca febrilmente el impacto de la cantidad y la calidad reunidas en un solo tomo.
Marvel ofrecía un universo repleto de aventuras, epopeyas en la Gran Manzana de Nueva York, bajo tierra o sumergidos en agua, a través de viajes interestelares y voces científicas que hacían de su profesión algo inteligible para todo tipo de lectores. Esos caracteres encontrados se hacían llamar Los Vengadores y trabajaban bajo la batuta de Nick Furia, el director de la agencia Shield. Aunque decir que un (semi)dios como Thor o un arrogante genial de la talla de Tony Stark (Iron Man) trabajan para alguien no encaja con su estilo bárbaro y chic, respectivamente. Aquel fino tomo de apenas sesenta páginas me descubrió a Los Vengadores cuando aún podías ir a un quiosco con la certeza de encontrar las novedades en formato serial. Por supuesto, estabas obligado a acudir periódicamente a tu cita con Spider–Man, los X–Men (conocidos por el nombre de Patrulla X, aunque al parecer dicho apelativo dejó de ser cool), Daredevil, Los 4 Fantásticos, etcétera. Sin necesidad de considerarte un chaval disfuncional, acaso un estereotipo que vive marginado, aislado en una caverna de páginas entintadas cuyo olor colocaba al más tolerante con las drogas. Con el tiempo, los quioscos del barrio dejaron de vender un producto que no rentabilizaban: los periódicos habían comenzado a ofrecer interminables colecciones a cambio de fidelidad; las revistas copaban casi todo el mercado. ¿Tebeos? ¿Para qué? Los niños ya no leen álbumes de Mortadelo y Filemón. Prefieren el éxtasis de una buena videoconsola, o la trascendente prosa de la etiquetas del champú, supongo. Así que, el tebeo mensual quedó relegado a las tiendas especializadas (que están ahí desde siempre), donde se dan cita frikis y gafapastas, quienes han convertido la palabra cómic en un concepto casi elitista. Ahora sacan recopilatorios a precios prohibitivos, porque no existe la ilusión de seguir una historia como antaño: llegas a la Fnac, buscas la sección de cómics y encuentras cientos de títulos perfectamente ordenados, infinitas novelas gráficas sobre ideas tan peregrinas como inclasificables (esto distingue mucho). La industria se ha atomizado y el lector, más cómodo –y aburrido– que nunca, busca febrilmente el impacto de la cantidad y la calidad reunidas en un solo tomo.
Thor, Ironman y Capitán América en una interesante toma de contacto en Los Vengadores |
El cine, a su manera, es una forma de expresión que ha intentado condensar las historias de las viñetas en pocos episodios, sin ánimo –tal vez por los cambiantes gustos del público– de alargar la presencia de los superhéroes en la gran pantalla. Desde comienzos de la pasada década, Marvel y su principal competidora, DC Cómics, se disputan el trono. Ambas han obtenido un importante rédito, ya sea con trilogías (Spider–Man y X–Men en el caso de Marvel) o sagas (Superman y el Batman de los noventa en DC), reboots o secuelas. Sin embargo, los chicos de Stan Lee llevan varios años intentado encontrar su Christopher Nolan particular, un director que le ha brindado a DC la adaptación más extraordinaria de un cómic, tomando al Batman oscuro de Frank Miller y Jeph Loeb con un instinto cinematográfico y un rigor abrumadores. Ni siquiera la impecable adaptación de Watchmen –dirigida por Zack Snyder– alcanza el nivel de El caballero oscuro. Es lógico, pues, decir que Marvel está en clara inferioridad frente a su antítesis.
Tras convertirse en la productora de sus películas hace apenas cinco años (antes dependían única y exclusivamente de las majors para sacar adelante sus proyectos), Marvel experimentó una leve mejoría, aunque insustancial: continúa marcada por los claroscuros de una filmografía que mezcla lo ridículo con lo notable, oscilando entre el inquietante registro del Hulk de Ang Lee y la ineptitud de Elektra; la falla argumental de Los Cuatro Fantásticos y el notable Thor de Kenneth Branagh. Visto el triunfo probablemente irrepetible de la trilogía de Batman (la tercera y última entrega, The Dark Knight Rises, se estrena en España el próximo 20 de Julio), los ejecutivos de Marvel decidieron reunir a sus estrellas. O sea, Los Vengadores. Iron Man, Capitán América, Thor, Hulk, Viuda Negra y Ojo de Halcón. Y por supuesto, Nick Furia.
Nick Furia es el líder de este grupo de superhéroes que hicieron su primera aparición en los cómics en 1963 |
Dirigido y escrito por Joss Whedon (Firefly), este crossover inflamable bebe de los Ultimates de Mark Millar, un autor de cómics cuya revisión del celebérrimo grupo de superhéroes sirvió de revulsivo a unos personajes en letargo, muertos dramáticamente por culpa de la escasez de ese bien del que tanto presumía Marvel: ideas. La línea Ultimate –detonante de una propuesta argumental que desembocó en un baile de tramas y subtramas paralelas recogidas bajo el título de Civil War– ha absorbido a un número de personajes estilizados en su forma y, sin embargo, dotados de humanidad, con dones (o maldiciones) que los capacitan para enfrentarse a la amenaza que nos muestra el filme: el robo de una artefacto que proporciona energía ilimitada a manos de Loki, el hermano de Thor. Suficiente motivo para que Nick Furia, interpretado modélicamente por Samuel L. Jackson, llame a los tipos que ha perseguido –a lo largo de los créditos de varias pelis– durante mucho tiempo. Y lo que nos regalan es un espectáculo visual sin concesiones, amparándose en un pulcro guión que entremezcla cual cóctel agridulce el sarcasmo y el punch del blockbuster. Asimismo, reunir a semejantes egos y hacer que encuentren su espacio en la historia y, por tanto, en pantalla, es difícil. Y podría decirse que Whedon halla un equilibrio si no perfecto, sí meritorio. Sin llegar a emocionarme en ningún momento, reconozco la adecuada vocación mainstream de estos sofisticados Vengadores, cuyo Dr. Jekyll y Mr. Hyde, o sea Bruce Banner y Hulk adquieren el cuerpo y la voz de Mark Rufalo, quien rezuma fuerza y estilo a partes iguales. Como un tal Robert Downey, cuyo personaje –el multimillonario Tony Stark– viste una armadura que se erige como una de las prendas pop más atractivas del celuloide.
Y es que, ellos dos reúnen todo el carisma que le falta al villano, quizá la peor inclusión de la historia: Loki es un títere que no provoca inquietud. Sabes que esos superhéroes podrán acabar con su afeminado oponente, que entre risa y risa (los mejores golpes de efecto residen en el sarcasmo) no habrá catarsis emocional, que es una llamada al showtime. Cine palomitero de alto calibre. Con más testosterona que estrógenos: el sugerente escote de la Viuda Negra (Scarlett Johansson) no rivaliza con el número de planos dedicados a los bíceps del Capitán América (Chris Evans) y Thor (Chris Hemsworth), que en realidad sólo está de paso. Porque su hermano (“es adoptado”, anuncia seca pero graciosamente) quiere acabar con sus amigos terrícolas.
Thor & Capitán América mano a mano por la supervivencia del planeta en un fotograma de Los Vengadores |
Los Vengadores gana en detalles. No es admirable por su total, sino por ciertos golpes de efecto –casi siempre humorísticos– que caen a machete en busca de la risa. Probablemente el mejor instante del filme sea cuando Loki le grita enardecido a Hulk que es un Dios y este segundo responde cogiéndole de una pierna y golpeándole rabiosamente contra el suelo, describiendo círculos en el aire, como un lanzador de martillo que se vuelve loco y estalla. Inmovilizado y con la espalda rota (un ligero contratiempo, ya que sus poderes son supremos), Loki masculla entre dientes. Y Hulk concluye: “Un dios canijo”. Ahí, en ese sencillo instante de ira desatada, se descubre el friki que llevamos dentro. Y no hace falta nada más. Tan sólo proyectar nuestros instintos más primarios en un nervio de 3,5m. Malos tiempos para las fábulas de superhéroes. “El mundo se está llenando de gente invencible”, afirma Nick Furia. Quiero pensar que se refiere a los políticos, a Emilio Botín, al embriagador olor del dinero. No. La respuesta está después de los créditos finales.
Por Juan José Ontiveros
Leo, escribo, a veces pienso.
El cine es totalmente subjetivo.
Decía Hitchcock que "son 400 butacas que llenar".
En esas butacas, además, puedes ver clásicos como Johnny Guitar.
Edición por Emilio Luna
Special Message from Johnny Lang
Leo, escribo, a veces pienso.
El cine es totalmente subjetivo.
Decía Hitchcock que "son 400 butacas que llenar".
En esas butacas, además, puedes ver clásicos como Johnny Guitar.
Edición por Emilio Luna
Special Message from Johnny Lang