Imagino con no poco estremecimiento lo que sufren miles de familias cuyos hijos, hermanos o padres han caído en las indeseables manos de las drogas. Personas que, por circunstancias de la vida, ya sean familiares o sociales, tal vez por aquello tan humano de experimentar, probaron el momentáneo éxtasis que precede a la caída: cuando estás arriba, todo es majestuoso, diferente, sublime, leve y complejo, deprimente y luminoso. Ese instante, suponemos los menos doctos, es mágico. El problema, como casi siempre, llega cuando vuelves a la realidad, hecho mierda por encontrarte nuevamente con lo mediocre, esa necesidad imperiosa de luchar por un futuro en mitad de un presente descorazonador. La droga nos rodea, está ahí desde siempre. Y, sin embargo, se ceba con los más desfavorecidos: el dinero compra soluciones para disfrazar la miseria humana. Los focos se dirigen a los suburbios, donde se mueven como peces en el agua mulas y camellos y drogadictos en busca de un pico. Aún así, medios de comunicación y políticos continúan ignorando el problema, pues tienen la certeza de que ese hoyo cavado bajo la alfombra no se llenará nunca, de que la mierda (obviamente) no salpica tan alto.
El docu-show ha encontrado un filón en el decadente mundo de los estupefacientes. Programas tan modernos y comprometidos (ejem) como Callejeros muestran la cara más frívola y caricaturesca de esos desgraciados (sin necesidad de interpretar la palabra de forma despectiva) que dicen cualquier cosa ante la cámara. Pero el chiste ya no hacía gracia, así que los callejeros cambiaron el chip y ahora van de aventureros, flipando con los paraísos, el lujo a espuertas y las geografías de diversas latitudes. Afortunadamente, el cine –y la televisión a través de series como The Wire– ha sabido (re)tratar en muchas ocasiones la problemática de las drogas, sin olvidar a los cerebros, los que mecen la cuna del finado. Con mejor o peor suerte, sí, pero escarbando en un probable origen, inyectando drama libre de sórdidas revelaciones. Duro y árido, el cine posee obras impactantes que comprenden desde la adicción (con sus respectivos excesos, véase Trainspotting) al mercado que se desarrolla en torno a lo peones: Traffic, de Steven Soderbergh, estableció un interesante argumento sobre el aparente sinsentido de llegar a ese punto de no retorno, cuando atisbas que ni siquiera tu privilegiada condición social te libra del monstruo: el vacío existencial, el sentirse inútil –o aburrida en el caso de la hija de Michael Douglas– determina una querencia por la autodestrucción.
Grupo 7, una de las sorpresas del cine español en este comienzo de 2012 |
“Prueba, ya verás”. Y pruebas, mientras tu ciudad se hace grande y tú, más pequeño. El establishment se afianza en detrimento de la dignidad. Esa sencilla idea sirve para tejer el espinoso argumento de Grupo 7, la nueva cinta de Alberto Rodríguez (After) protagonizada por Antonio de la Torre y Mario Casas. En ella, nos transportan a Sevilla en 1987, en la antesala de la Expo’92. Por aquel entonces, las instituciones gubernamentales centraban su atención –y su bolsillo– en aquella feria internacional que fue un modelo de prestigio y publicidad para la capital andaluza. Los pabellones se erigían firmes Y, sin embargo, en el centro de la ciudad había un nido de camellos que, desde sus respectivas torres, proporcionaban material al pringado de turno, gente normalmente humilde y sin recursos. Y de eso entiende muy bien el personaje que interpreta Antonio de la Torre –un policía que se dedica a perseguir a estos delincuentes junto a otros tres compañeros-, ya que su hermano murió siendo yonqui, probablemente por un chute de más. Y trabaja en primera línea de fuego, corriendo detrás de los que transportan droga, con sus tres compañeros de confianza, uno de ellos un joven inspector (Mario Casas) que empieza a saborear los matices de la calle, sus recovecos –los estrechos callejones de algunos barrios de Sevilla– y sus trampas. Hasta que descubren un alijo en el piso de una puta, y el joven agente –cuya mujer, una convincente Inma Cuesta, y su hijo sentirán más tarde las consecuencias de tan controvertida decisión– propone quedarse con un kilo de heroína para distribuirla y detener así a los que desatan esa epidemia. Casi instantáneamente, deviene una ola de arrestos y la prensa no tarda en destacar “la sólida actuación del Grupo 7”, un equipo que oscila entre la amargura y el humor, que recibe golpes, trabajadores infatigables, pero nunca dejan espacio al pesimismo. A lo mejor, se dicen, podemos acabar con esta mierda. Y el barbudo (Antonio de la Torre), que hace (para variar) un trabajo impecable, visceral y conmovedor en determinados compases del filme, desea aniquilar a los hijos de puta que hacen daño a los débiles. Sin necesidad de resultar antipático o una especia de héroe, como Santos Trinidad. Al contrario. Es un policía que sólo práctica el boxeo cuando es necesario. Controla su ira, empatiza con los demás, y lo deja entrever con cada gesto, ofreciendo su casa a una joven, ay, también yonqui, guapa y vivaz, que insufla aire fresco a su solitaria monotonía.
Mario Casas & Antonio De la Torre en Grupo 7 |
Alberto Rodríguez maneja la cámara con nervio, imprime ritmo a una trama que agradece el trabajo de exteriores, cierta atmósfera de cine policíaco de trinchera. No permiten que Mario Casas luzca físico: los fans de este actor deben saber que no es esa clase de película. Así pues, Grupo 7 supone una grata sorpresa, humilde y dura con la realidad de la droga en los bajos fondos. El principal mérito de esta película es su reparto, que destila naturalidad y cuenta con un actor creíble y muy contenido llamado Antonio de la Torre. En definitiva, es un modelo de cine a seguir.
Por Juan José Ontiveros
Leo, escribo, a veces pienso.
El cine es totalmente subjetivo.
Decía Hitchcock que "son 400 butacas que llenar".
En esas butacas, además, puedes ver clásicos como Johnny Guitar.
Edición por Emilio Luna
Special Message from Johnny Lang
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Decía Hitchcock que "son 400 butacas que llenar".
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