Mucho antes de que anunciaran la adaptación a cine de la novela de Brian Selznick, La invención de Hugo Cabret, una persona que asegura quererme mucho me regaló ese delicioso libro -con ilustraciones a carboncillo en blanco y negro- acerca de un huérfano que se esconde en una estación de París trabajando como relojero, luego de perder a su padre y a su alcohólico tío, quien se ocupaba de él tras la muerte de este primero. Comenzaba con una especie de movimiento de grúa que abría el plano hasta contextualizar esa escena en un gran plano general de la capital francesa, con la Torre Eiffel presidiendo majestuosamente. Un detalle que hace presagiar la belleza de un viaje inspirador y mágico, que rezuma homenaje y gusta por su narración exquisita, tal vez enfocado a un público juvenil pero que pueden disfrutar personas de todas las edades.
Hugo conserva la esperanza de poder reparar un autómata que descubrió su padre en el museo en donde trabajaba. Un hombre mecánico, de acero que, sin duda, esconde un secreto. Para ello, el chico roba piezas de una pequeña juguetería regentada por un anciano de aspecto triste pero entrañable. Hasta que éste le caza in fraganti y le propone trabajar para saldar su particular deuda. De paso, el juguetero, intrigado y molesto a partes iguales por culpa de un recuerdo que –a través de ese apasionante muñeco– vuelve a él como una pesadilla, le requisa una libreta con bocetos del autómata. En la novela, puesto que hay tiempo y espacio, Selznick describía sugerentemente cada recoveco de la estación, haciendo especial hincapié en la relación que se forjaba entre Hugo y aquel mago –y empresario a tiempo parcial– llamado George Méliès. También se filtraba una deuda con el cine y la literatura: un binomio que se retroalimenta de la curiosidad, del espíritu aventurero, de evocar mundos volátiles y, sin embargo, perdurables en nuestra memoria, donde esa pasión sinceramente celosa y eterna se hace más grande a cada minuto.
Hugo conserva la esperanza de poder reparar un autómata que descubrió su padre en el museo en donde trabajaba. Un hombre mecánico, de acero que, sin duda, esconde un secreto. Para ello, el chico roba piezas de una pequeña juguetería regentada por un anciano de aspecto triste pero entrañable. Hasta que éste le caza in fraganti y le propone trabajar para saldar su particular deuda. De paso, el juguetero, intrigado y molesto a partes iguales por culpa de un recuerdo que –a través de ese apasionante muñeco– vuelve a él como una pesadilla, le requisa una libreta con bocetos del autómata. En la novela, puesto que hay tiempo y espacio, Selznick describía sugerentemente cada recoveco de la estación, haciendo especial hincapié en la relación que se forjaba entre Hugo y aquel mago –y empresario a tiempo parcial– llamado George Méliès. También se filtraba una deuda con el cine y la literatura: un binomio que se retroalimenta de la curiosidad, del espíritu aventurero, de evocar mundos volátiles y, sin embargo, perdurables en nuestra memoria, donde esa pasión sinceramente celosa y eterna se hace más grande a cada minuto.
Si había un cineasta adecuado para traducir esta historia al lenguaje cinematográfico, ese era Martin Scorsese. Porque, sabiendo que es un autor consagrado por obras tan violentas como elegantes, posee la sensibilidad y los conocimientos necesarios en un proyecto así: un cuento sin moraleja (o sí) que recupera a un pionero del séptimo arte como fue George Méliès. Injustamente olvidado en ocasiones, pero imprescindible si queremos conocer –y comprender– la historia de tan apasionante industria.
Esta vez, ay, Scorsese ha optado por trabajar con el formato tridimensional, aunque en el caso de La Invención de Hugo no aporte gran cosa (y que digan lo que quieran los sabios, ya que no funciona en ningún momento. Si acaso, en las escenas en que Hugo se adentra en la gigantesca maquinaria de los relojes, caminado y saltando por entre engranajes y estrechos pasillos y suelos que expelen humo continuamente). Una pena, pues la luz que restan las dichosas gafas nubla –paradójicamente– esa fotografía sublime, fiel al tono dickensiano del libro. Con todo, permanezco asombrado ante la maestría de Scorsese, no sólo cuando habla del cine a través del cine, sino en esa labor casi invisible (mejor) de montaje, una sucesión de planos que fluyen como un puzzle líquido en pantalla. Cosa que no me ocurre con el guión de John Logan, que malgasta minutos centrándose –en busca de la carcajada del espectador– en el despiadado guarda de pierna ortopédica y su insobornable doberman, y que se olvida, en un ejercicio de síntesis fallida, de mostrar cómo progresa la relación entre Hugo y Méliès. Y es que, falta metraje, y un servidor tiene la certeza de que La invención de Hugo no se afianza como obra magna por su naturaleza –no argumental sino formal– de monstruo publicitario.
Junto a The Artist, es la gran favorita para arrasar en los Oscar. Ambas, de una forma u otra, homenajean al cine. Nostalgia, que dicen los analistas. La cinta de Hazanavicius es una historia sobre el cine americano contada por franceses; la de Scorsese habla de un genio francés pero está hecha por americanos. Dos industrias enfrentadas. Dos películas que coinciden en su espíritu. The Artist, en cambio, hace lo mismo que aquellas luminarias con herramientas similares. La invención de Hugo, no. Pero como no soy amigo de las comparaciones (vale, lo he hecho. Y no son odiosas sino estériles), debo reconocer que este filme visualmente apoteósico hubiese tenido mayor empaque si, como en el libro, entráramos en él con esa ignorancia que nos acerca humildemente a los orígenes del cinematógrafo: un baile de patentes e ideas que alumbraron un estilo de vida.
Por Juan José Ontiveros
Leo, escribo, a veces pienso.
El cine es totalmente subjetivo.
Decía Hitchcock que "son 400 butacas que llenar".
En esas butacas, además, puedes ver obras mágicas como Johnny Guitar.
Edición por Emilio Luna
Special Message from Johnny Lang
Leo, escribo, a veces pienso.
El cine es totalmente subjetivo.
Decía Hitchcock que "son 400 butacas que llenar".
En esas butacas, además, puedes ver obras mágicas como Johnny Guitar.
Edición por Emilio Luna
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